Desconozco cuándo empezó todo y por qué; sólo sé que un día iba andando por la calle y sentí una figura detrás de mí. No
tuve que girar la cabeza para comprobar que me seguía, simplemente notaba que una presencia extraña se había adueñado de mi sombra y que no iba a ser fácil
deshacerse de ella.
En realidad, intuía de quién se trataba. Desde hacía cierto tiempo algunas personas de mi entorno me habían animado a conocerlo, a acercarme a él y dejarme llevar por sus palabras. Alegaban que era interesante y profundo, pero a mí sólo me parecía clásico y aburrido; un verdadero tostón que no estaba dispuesta a soportar por nada del mundo. Incluso una vez tropecé con él en la biblioteca y me escabullí con disimulo haciéndome la distraída hojeando otro libro para no tener que enfrentarlo.
En realidad, intuía de quién se trataba. Desde hacía cierto tiempo algunas personas de mi entorno me habían animado a conocerlo, a acercarme a él y dejarme llevar por sus palabras. Alegaban que era interesante y profundo, pero a mí sólo me parecía clásico y aburrido; un verdadero tostón que no estaba dispuesta a soportar por nada del mundo. Incluso una vez tropecé con él en la biblioteca y me escabullí con disimulo haciéndome la distraída hojeando otro libro para no tener que enfrentarlo.
Quizá piensen que soy una paranoica
que me asusto por cualquier cosa. En mi defensa he de alegar que en ese primer
momento no temblé ni intenté huir, a pesar de lo curioso del asunto. Me hice la
fuerte con la débil esperanza de que se cansara de ir tras mis pasos. Pero no fue así, resultó
ser más persistente de lo que había pensado porque él me había elegido a mí.
A partir de ese instante no hubo día
en que no me acompañara allá donde fuera, como si se hubiese cosido a las
plantas de mis pies. Incluso entraba en casa conmigo y me seguía hasta el aseo
—algo comprometedor, desde luego, por lo que le daba con la puerta en las
narices— y me observaba dormir desde el umbral de mi habitación.
Con el tiempo lo fui conociendo
mejor, le tomé confianza y le hice algunas concesiones. Ya no tenía que
seguirme a distancia, íbamos el uno junto al otro; le permití que accediera al
baño, siempre y cuando no traspasara la cortina de la ducha, e incluso consentí
que se tumbara sobre mi alfombra, al lado de la cama. Esta última acción marcó
un antes y un después en nuestra relación.
Una noche en que la curiosidad y el
insomnio habían desplazado al sueño, alargué mi mano lentamente hacia el suelo
y lo toqué por primera vez. Su tacto resultó tan suave y agradable a las yemas
de mis dedos, que éstas se animaron a profundizar en el toqueteo y meter mano descaradamente
en su interior. Y no opuso resistencia alguna; muy al contrario, se dejó hacer
y se abrió a mí para mostrarme todas las maravillas que poseía y que hasta entonces había guardado pacientemente en su interior. ¡Qué éxtasis tan hermoso!
Entendí entonces los arrebatos místicos de Santa Teresa y de los poetas sufíes.
Aquello era la gloria.
Tras ese primer momento de intimidad,
nuestras vidas han cambiado. Ahora soy yo quien no se separa de él, lo llevo
conmigo a todas partes y no paro de sobarlo y manosearlo. Tiene tanto que
contarme que buscamos cualquier instante para alejarnos del mundo y estar solos.
Y por las noches, compartimos cama hasta que el cansancio nos vence.
A medida que nuestra relación
avanza, me inunda el miedo de que todo termine. No quiero que acabe lo que siento
con él porque cada vez es más intenso y apasionado. ¡Qué le voy a hacer si me
he enamorado profundamente! Estoy tan enganchada, que creo que, cuando llegue al
final del libro, volveré a la primera página para empezar de nuevo a vivir las aventuras
de Don Quijote de la Mancha.
© Erminda Pérez Gil, 2017.
#historiasdelibros
© Erminda Pérez Gil, 2017.
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