Aterricé
en el Aeropuerto Internacional Ciudad de México una mañana de julio con
una sola maleta y la cabeza llena de ilusiones. No se trataba de un viaje
de turismo, sino de trabajo. Al terminar la carrera, había decidido hacer mi
tesis doctoral sobre las escritoras españolas exiliadas en el país azteca a
consecuencia de la Guerra Civil y, tras muchas solicitudes y papeleo, había
obtenido una beca para investigar allí durante seis meses con ayuda de la
universidad local.
En la UNAM me recibió Juan, un
profesor con quien iba a colaborar durante mi estancia en la ciudad. Desde el
primer momento fue muy amable y profesional conmigo: me ayudó a buscar
alojamiento, me dio los consejos básicos para no meterme en líos, me consiguió
acceso al material custodiado en bibliotecas y archivos e incluso concertó
entrevistas con personas relacionadas con mi investigación. En definitiva, me
facilitó el trabajo y además me enseñó las maravillas históricas del país y sus lugares de ocio nocturno.
Juan era un hombre de mediana edad,
moreno, no muy alto y serio. Eso sí, poseía unos labios carnosos que parecían
hechos para besar con pasión y yo, que era joven, liberal y algo estúpida, no
dudé en enredarme con él bajo las sábanas y morder su boca tentadora. En mi
descargo no puedo aducir que desconociera que estaba casado; en absoluto, lo
supe desde el principio, pero me dio igual. Creía que el mundo estaba en mis
manos y lo podía controlar. No imaginé que pronto se me caería y se haría
añicos estrellándose contra el suelo.
Llevaba más de tres meses allí
cuando me hablaron del Día de Muertos, una tradición mexicana en la que se
honraba a los fallecidos, similar al Día de Difuntos que se celebraba en mi
país, pero mucho más alegre y festiva. De raíces mesoamericanas, era una
festividad presidida por la diosa Mictecacíhuatl, la dama de la muerte, en la
que las familias se reunían para recibir a las ánimas de los que ya no estaban
con ellos. Se elaboraban altares con las fotos de los difuntos y sus objetos
favoritos, se arreglaban las tumbas con la flor de cempasúchil, y durante los
últimos días de octubre y primeros de noviembre se sucedían las ceremonias en
los distintos estados o ciudades. Como cualquier turista curiosa quise vivir
los ritos de cerca, así es que me mezclé con la gente sencilla e incluso me
vestí de Catrina, sin tomarme demasiado en serio todo aquello.
La
noche de los Muertos Juan me acompañó en cuanto logró escabullirse de sus
obligaciones familiares. Siempre habíamos actuado con discreción para no perjudicarlo,
pero en aquella ocasión nos dejamos contagiar por la euforia y perdimos el
control. Fuimos de bar en bar mezclando tequila y mezcal con cualquier bebida
que nos ofrecieran y comiendo calaveritas de azúcar y panes de muerto como si esa fuese la última fiesta de nuestras vidas.
No
recuerdo muy bien el devenir de la noche, solo sé que en una de aquellas
tabernas había una anciana decrépita que decía ser contadora de historias y nos acercamos a ella para escucharla. Su voz era áspera
y en ocasiones parecía que le faltara el aire para continuar, como si fuese una
de esas almas venidas a reencontrarse con los vivos y le quedase poco tiempo
entre nosotros. Narraba el cuento de la Llorona, la triste vida de una
mujer azteca que traicionó a su pueblo por amor a Cortés. Conocida también como
la Malinche, aclaraba, tuvo varios hijos con el conquistador, quien mandó ahogar a los
pequeños antes de regresar a España. Ella intentó ocultarlos en la orilla del
río, pero desaparecieron y, pese al paso del tiempo, aún seguía buscándolos por
Ciudad de México llorando desconsolada.
El
público se estremeció al concluir ella el relato. Yo, en cambio, me reí a
carcajadas. No sé qué me impulsó a hacerlo, quizá fue que estaba bastante ebria
o que mi educación empírica europea me hacía sentir superior y se negaba a
aceptar elementos sobrenaturales. Lo cierto es que mi vida cambió en ese
momento.
Un
frío silencio inundó la estancia. Todos me miraron asombrados y temerosos. La mujer extendió su sarmentosa mano hacia mí y me señaló acusadora.
—No
nos engañas con ese disfraz, “mamasita”. Tú, que vienes de las Españas,
te crees superior a nosotros. Robaste un hombre casado que no te pertenece,
pero volverás a tu tierra sin él y sin tu chamaquito —y escupió con fuerza a
mis pies.
Yo
me burlé arguyendo que todo eso no eran más que tonterías de vieja chiflada,
que no iba a marcharme porque ella me amenazara y que no tenía hijos a quienes dejar, que eran todo patrañas. Juan intentó taparme la boca y sacarme de allí,
pero ya era demasiado tarde, estaba condenada.
Lo
siguiente que recuerdo es que desperté en un hospital y que me dolía mucho el
bajo vientre. Supuse que durante esa extraña noche había sufrido un coma etílico
y que me habían practicado un lavado de estómago. Sin embargo, un médico no
tardó en desmentirlo. Al parecer yo estaba embarazada de unos dos meses y había
sufrido un aborto espontáneo. Argumenté que era imposible, tomábamos medidas, no
había dejado de tener el periodo ni había notado síntomas. El galeno, que sentía
mucho mi pérdida, me recomendó volver a mi país y recibir tratamiento
psicológico.
Por
eso estoy aquí, para que usted me ayude. Yo nunca he creído en fantasmas,
brujas, ni encantamientos. Pero han pasado los años y no dejo de llorar porque
quiero tener hijos y no lo logro. Sé que parece una locura, pero nunca pensaría
que todo aquello fue verdad si no me hubiesen enseñado la cosita pequeña que
habían sacado de dentro de mí. Y creo que allí se quedaron con algo más que mi
bebé.
© Erminda Pérez Gil
#DíadelosMuertos
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