Sí, siempre he sido un
aventurero. ¿Para qué negarlo? Desde que era un zagal se me notaban los andares
torcidos, no seguía nunca el paso que me marcaban y disgustaba con frecuencia a
mi santa madre, que Dios la tenga en su Gloria. Mi padre, con el afán de
enderezarme, mandome, siendo aún chiquillo, a cursar leyes a Salamanca. Dos
años soporté tal suplicio, que no desdeño, pues en el futuro me sirvió lo
aprendido como arma más lacerante que mi espada.
Tras varios intentos fallidos de embarcarme a Indias o servir
a las órdenes del Gran Capitán en tierras italianas, por fin pude zarpar hacia
el Nuevo Mundo que tantas venturas me daría. Participé en la conquista de Cuba,
donde llegué a ser alcalde de la ciudad de Santiago. Muchos enemigos me granjeé
en mi vida y no pocos sinsabores me dieron allá donde pasara, aunque mucho
gusto y beneficio también recibí de ello.
Casé con Catalina Juárez no por las prebendas que me
podría otorgar su hermano, sino porque la moza me tentaba la lujuria, pero no
me dejaba catar hasta no haberse santificado la unión como Dios manda. Ni un
vástago me dio la melindrosa, que murió no se sabe muy bien cómo, dizque de
celos, dizque de rabia.
Como hombre que soy así me tenía que portar, pues quien blande
espada también ha de saberla usar. Nunca me faltaron mujeres ni yo las rechacé en
el lecho, que los humores hay que calmarlos para que no nublen el entendimiento
del que ha de pensar.
Con una flota de once naves partí de Cuba y me aventuré
al continente. Que contradije órdenes se ha llegado a insinuar y no poca razón
tienen. Mas, quien hace lo que le dicen ninguna novedad trae; solo los valientes
buscan nuevos caminos aun a costa de romper yugos y gruesas cadenas.
Allá donde arribamos nos trataron con suspicacia,
curiosidad y, al fin, con agrado. Los que no querían inclinar la cerviz ante
nuestro Emperador ni la Santa Madre Iglesia, a esos hubo que someter. Mas
mienten quienes dicen que aniquilamos sin piedad, pues no fueron pocos los
pueblos que se vieron salvados de la perversidad de los mexicas y sus
costumbres salvajes durante las guerras floridas.
Más muertes provocó la enfermedad que nuestro acero, pues
las viruelas que llevamos en nuestros pliegues sin saberlo diezmaron poblaciones
que nunca la habían padecido. Si por eso he de pedir perdón lo hago, que la
ignorancia puede acarrear más desgracias que lo que a sabiendas se obra.
Mucho se ha hablado de la traición de doña Marina, la que
llaman la Malinche, que me sirvió de intérprete y de ayuda para no caer en la
emboscada de los cholultecas y dominar así Tenochtitlan. Esos desconocen que
como esclava que era, hubiera acabado en un altar, sacrificada a unos dioses
primitivos sedientos de sangre. Mi cama también ocupó Marina y gustosa me dio
un hijo, Martín, al que legitimé como mío sin negar su origen, aunque atrás
tuve que dejar a su madre cuando volví a casar con una noble castellana que dio
nobleza a mi casa y luenga descendencia.
Si algo he de lamentar es la muerte de Moctezuma, indigna
para alguien de su alcurnia. Una pedrada no ha de derribar a un hombre de
palabra que aceptó una alianza que a ambos convenía. Quien quiso evitar el
derramamiento de sangre, murió por ella. Y, pese a que pecó de confiado,
siempre quiso lo mejor para su pueblo.
Traiciones hubo por la codicia de los españoles, quienes
se ciegan ante el brillo del oro y pierden el honor que desde la cuna han
mamado. Cuando no se puede fiar ni de los que están al lado, malos días se
pasan y largas noches en vela.
Y hasta aquí alcanza mi relato. Otras plumas añadirán por mí las
fechas y los detalles. Sumarán victorias y restarán miedos los que de mis
conquistas hayan participado, mas sé que otros dirán que el horror avanzó en
mis botas de soldado. El tiempo mueve los hilos como los vencedores mandan, y
lo que hoy fue celebrado, mañana será desgracia.
Mi vida próxima expira y dejar quiero recado. Muchas
tierras conquisté y mujeres sin contarlo, de todo guardo memoria y en mis
sueños amargos lo reparo. No puedo volver atrás, y, aunque así lo hiciera, volvería
a barrenar mis naves para no dejar de vivir las aventuras que narro.
Castillejo de la Cuesta,
a 1 de diciembre del año del Señor de 1547.
Hernán
Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano
© Erminda Pérez Gil
#UnahistoriadeEspaña
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