Desde
niño ya se le notaban los andares torcidos. Mientras los demás jugaban, leía;
cuando los otros dormían la plácida siesta, exploraba los contornos. Anhelaba
la aventura como precisaba el aire para respirar, y, pese a que los mayores le
intentaban frenar el ímpetu por adentrarse en lo desconocido, eso solo
alimentaba sus ansias de más.