Cuando en 2015 le concedieron el Premio Nobel de Literatura, Svetlana Alexievich (Ucrania, 1948) era una auténtica desconocida en nuestro país.
A pesar de que escribió su primera obra, La guerra no tiene rostro de mujer, en 1983 (aunque tardó dos años en ver la luz por cuestionar las bases del socialismo soviético), ésta no fue traducida a nuestro idioma hasta 2015. De hecho, el primero de sus libros que pudo ser leído en español fue Voces de Chernóbil (1997) en 2002, el quinto que había publicado en ruso hasta entonces, y pasó por nuestras librerías sin demasiada pena y con escasa gloria. A raíz de haber sido premiada por la academia sueca, las editoriales hispanas se han lanzado a darnos a conocer a esta escritora como si fuese el gran descubrimiento literario del año, cuando su pluma les lleva treinta y dos años de ventaja.
A pesar de que escribió su primera obra, La guerra no tiene rostro de mujer, en 1983 (aunque tardó dos años en ver la luz por cuestionar las bases del socialismo soviético), ésta no fue traducida a nuestro idioma hasta 2015. De hecho, el primero de sus libros que pudo ser leído en español fue Voces de Chernóbil (1997) en 2002, el quinto que había publicado en ruso hasta entonces, y pasó por nuestras librerías sin demasiada pena y con escasa gloria. A raíz de haber sido premiada por la academia sueca, las editoriales hispanas se han lanzado a darnos a conocer a esta escritora como si fuese el gran descubrimiento literario del año, cuando su pluma les lleva treinta y dos años de ventaja.
Svetlana Alexievich no escribe novelas, las historias que presenta no surgen de su imaginación, ni recrea el pasado o los sucesos de su entono. Svetlana escucha a quienes vivieron los hechos y los transcribe para que las verdaderas experiencias vayan directamente a los lectores sin pasarlas por el tamiz de la literatura. Ella recorre las aldeas, patea el país, se informa, busca a las personas que puedan tener algo que contar y quieran hacerlo; va a sus casas, se mete en sus mundos y en sus memorias para extraer de ellas todo lo que éstas le quieran contar o cantar a su grabadora. Svetlana ejerce de puente entre esos narradores eventuales y nosotros, los lectores ávidos de saber, de conocer esas historias sin movernos de nuestro cómodo sofá. Caminamos por Chernóbil sin que nos afecte la radiación, recorremos Afganistán sin temer por nuestra seguridad, viajamos en el tiempo al frente ruso de la II Guerra Mundial sin que se nos congelen los pies ni el ánimo. Para eso está Svetlana, ella hace ese trabajo por nosotros con una maestría ante la que hay inevitablemente que inclinarse.
Con esta curiosa forma de relatar historias, Alexievich ha creado un género narrativo no empleado hasta ahora que ha recibido diversas denominaciones: "novela colectiva", "novela-oratorio", "novela-evidencia" o "coro épico". Ella las llama novelas de voces, pues son los otros, sus entrevistados, los protagonistas de los sucesos presentados, quienes le dan voz narrativa a los hechos.
En Voces de Chernóbil Svetlana se atrevió a visitar a numerosas personas de diversas edades (niños, jóvenes, adultos, ancianos...) que habían tenido que ver de manera directa o indirecta con la tragedia de Chernóbil. Cuando el cuarto reactor de la central nuclear estalló el 26 de abril de 1986 a la 01:23 hora local, ninguno de los residentes de la zona entendió que sus vidas corrían peligro; es más, las autoridades soviéticas (aún existía la URSS y gobernaba Mijail Gorvachov) negaron que la población bielorrusa pudiese correr cualquier riesgo. Los testimonios de los afectados y los datos aportados ponen los pelos de punta. Algunos son familiares de los primeros bomberos que acudieron inmediatamente a apagar el incendio del reactor sin ningún tipo de protección extra, pues todos ellos murieron en un plazo de catorce días; otros son liquidadores, soldados o pilotos de helicópteros que llegaron obligados al lugar, o, en su defecto, los familiares de los ya fallecidos; otros son físicos, médicos, científicos que debían callar lo que sabían o que intentaron gritar a oídos sordos; otros son habitantes de la zona que se fueron o que se negaron a irse y conviven desde entonces con la radiación; otros son residentes en otros lugares en conflicto que han preferido asentarse en el área contaminada antes que morir de una balazo o en una explosión en sus países de origen; otros son simplemente niños que han crecido a la sombra de Chernóbil. Eso sí, cada uno de ellos nos presenta su particular visión de los acontecimientos y somos los lectores los que, tras escuchar todas las voces, debemos extraer nuestras propias conclusiones
Svetlana, al recopilar todas estas vivencias, pretende hacer ver la realidad vivida por cada uno de ellos como vía de denuncia y protesta ante un trato inhumano, una situación en la que las personas no importaban, sólo la imagen externa de un país en deterioro que achacó a una vileza de occidente un fallo en su reactor. Estas voces han de ser oídas por el mundo para que estos sucesos no caigan en el olvido del tiempo, acalladas por un régimen comunista que no permitía que nadie hiciese pública la realidad. A nosotros nos sirve de reflexión, nos ayuda a concienciarnos de que hay verdades que superan las novelas de ficción. Y esto, aunque pueda parecerlo, no es una novela.
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