Cuando
me trajeron aquí, aunque nadie me lo dijo, yo sabía que iba a ser para siempre.
Me consolé pensando que vendrían a verme con frecuencia, dada la tristeza con
la que se despidieron ese primer día. De hecho, al principio las visitas
se sucedían a diario, me traían regalos y me hablaban durante horas. Algunos
incluso lloraban ante mí por la situación en que me hallaba, y eso me hacía
sentir muy mal, pues yo no estaba en este lugar por voluntad propia.
Sin
embargo, con el paso del tiempo sus apariciones se fueron espaciando hasta casi
desaparecer. Ya no acudían con la asiduidad inicial, ni permanecían tanto
tiempo conmigo, ni tenían tantos detalles. Hubo quien sólo venía en fechas
señaladas y con aspecto de sentirse forzado por las circunstancias. Llegué a
escuchar justificaciones que me resultaron dolorosas: no les gustaba estar aquí,
el olor que despedía el recinto les parecía desagradable, el entorno era muy
frío… ¡Como si yo estuviese feliz de hallarme en este ambiente!
Luego
comprendí que mi familia no era la única en olvidar paulatinamente. Con los
otros pasaba lo mismo. Lo comprobé al ver que la evolución de los nuevos era
similar a la mía. Había incluso casos peores, a los que nadie acompañaba
después de ser dejados aquí, de los que todos se desentendían inmediatamente.
Cuando tomas conciencia de esto, te sientes como un desecho social abandonado
al que a nadie importas ya, y no te queda más remedio que aferrarte a los
bonitos recuerdos del pasado, si es que aún eres capaz de rememorarlos.
Si
a lo largo del año tenían poco tiempo para venir y aducían las disculpas más
peregrinas (el trabajo, los niños, el perro…), durante el verano la situación ha
empeorado. En estos meses ni siquiera se excusan, se ausentan totalmente sin
avisar, como si se avergonzaran de disfrutar de la vida en vacaciones, de reír
y ser felices mientras yo me pudro en este lugar sin poder salir. Luego vendrán
en otoño intentando disimular y disculparse con flores, regalos y atenciones
que hagan ver a los demás cuánto se preocupan por mí.
Y
es que en esta horrible canícula no hay quien resista metido entre estas
cuatro paredes sin nadie que te venga a consolar. El silencio lo inunda todo y
sólo se escucha a veces el rechinar de las cigarras y el arrullo de los
cipreses. El calor es tan intenso que te seca los huesos y marchita las flores.
¡Y hay que ver qué triste se queda un cementerio sin pétalos de colores!
© Erminda Pérez Gil, 2016
© Erminda Pérez Gil, 2016
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