Empecé a trabajar desde niña. Iba al monte a recoger
pinocha y leña para encender el fuego, cada vez más arriba, cerca de las faldas
del Teide. Cocinábamos en una cuevita que estaba junto a la casa y que se iba
quedando con el techo tiznado de la lumbre. También ayudaba en la huerta y con
los animales, ordeñaba la cabrita o recogía los huevos que las gallinas
escondían en el patio. Tenías que ir todos los días varias veces porque si las
dejabas se sentaban sobre ellos y los echaban a perder. Alguna quícara hubo que
me picó al sacarle un huevo, la muy jodida.
Pues sí, ya lo sabes. Las chicas en esa época no teníamos
mucho donde elegir: o te casabas o te tocaba a cuidar a tus padres y vestir
santos. Yo decidí quedarme en el pueblo porque era la mayor y encontré novio
pronto, pero mi hermana Carmen se marchó a la capital para servir en la casa de
unos señores y allí vivió para siempre. Pasábamos penas, pero ese era mi lugar.
Bueno, pues me casé sin haber llegado a los veinte, como
se hacía entonces. ¡Claro, mijita, si lo dejabas mucho nadie te pretendía por
vieja y por fallida! Era así. Yo no sé si estaba enamorada o eso llegó después,
pero él tenía buena planta, modales y parecía trabajador y le dije que sí. Era
de allí, un chico de toda la vida de esos que crecen con tus primos y lo ves
desde que te acuerdas. Fumaba con el cigarro caído y medio ladeado en la boca, no
era mal bailarín y tenía un mirar que daban ganas de caerse en esos ojos.
¡Chis,
cállate, niña, no digas esas cosas! ¿Cómo íbamos a hacer nada antes de pasar
por el altar? ¡Dios nos coja confesados! Eso es ahora, que van con mucha prisa;
en mi época se llegaba a la boda sin estrenar, que a más de una conocí que la
repudiaron por eso y nunca levantó cabeza. Era una vergüenza que cargabas
para siempre. Ese sambenito no te lo quitaba nadie ni después de muerta.
Nos
casamos y nos metimos a vivir con mi familia. Madre necesitaba mi ayuda en la
casa, y padre estaba delicado de salud. Y vinieron las chicas. Sí, tuve dos, ya
las conoces, Nina y Rosarito; buenas hijas que me salieron, con sus cosas, como
todos, pero trabajadoras y sufridoras. ¿Hospital? No, mi niña, aquí se paría en
casa con la ayuda de Dios y de la Virgen, y si te descuidabas te ibas en sangre.
Eran otros tiempos, con menos comodidades y menos quejas que ahora.
Mi
José era trabajador, pero los oficios escasos y vivíamos como podíamos. En
estas fue cuando vino mi hermano y lo animó a embarcarse para Venezuela. Allí
sobraba el trabajo, decía, y los que iban venían con oro hasta en los dientes.
Yo no estaba muy convencida, no me fiaba de José allá solo por esos mundos,
sin alguien que le midiera los pasos y le lavara y le cosiera la ropa, pero
veía a mis niñas tan flaquitas y con esos ojos tan hundidos que no me pude
negar.
Tuvimos
que pedir prestado para pagar el pasaje del barco y ese dinero lo tuvimos que
devolver a plazos de interés. ¡Ay, Señor! Y bastantes lágrimas que nos costó. José llegó allá, consiguió una colocación y se olvidó de nosotras. Así
mismito fue. A ti te lo digo tan claro porque eres de la familia y hay
confianza, porque a un ajeno no le diría ni esta boca es mía por la vergüenza
que me da reconocerlo.
¡Ay!
Las penurias por las que pasamos aquí sus hijas y yo no fueron pocas. ¡Cuánto lloré yo aquellos años malviviendo con potajes de jaramagos! Cada vez que tenía
que servir la escudilla con más agua que condumio se me partía el alma. Las
pobres niñas crecían porque se alimentaban con los ojos y al sorber el aire. Yo
no sé ni todo lo que tuve que hacer para que mis angelitos comieran. Eso sí,
todo digno, que una puede no tener para comer, pero no pierde la decencia. La
familia me ayudó, claro que sí; sin ellos no sé qué hubiera sido de nosotras.
Yo
le mandaba cartas y él ni una mala letra contestaba. De tarde en tarde me
llegaba un giro. Mi hermano Vicente decía que me lo había mandado José, que se
habían visto y habían ido juntos a hacer el envío. Pero yo no sé si era verdad
o se lo inventaba y me lo mandaba él para sacarnos del apuro. ¡Dios lo tenga en
su gloria, al pobre!
Pues
así y todo saqué adelante a mis niñas y les di hasta estudios, al menos a la
pequeña, que la mayor nunca fue de libros. Eso sí, nunca dijimos ni una mala
palabra de su padre, eso no. Y cuando ya ni me acordaba de su cara se plantó en
la puerta y me dijo: “Bueno, Paulina, aquí estoy”. Y yo qué le iba a decir, no
podía echarlo de casa como un perro, aunque lo mereciera. Estábamos casados
ante la Santa Madre Iglesia y, carajo, qué iban a decir los vecinos. Esa vergüenza
yo no la quería ni para mí ni para mis hijas. Y aquí se quedó y se metió en mi
cama como si no se hubiese ausentado más de treinta años. Así fue, mija.
© Erminda Pérez Gil
#Heroínas
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