martes, 3 de marzo de 2020

El Dorado

         ¡Ay, mi niña! ¿Y qué quieres que te cuente yo, que soy casi analfabeta? Bueno, tienes razón, no tanto. Fui a la escuela lo suficiente para aprender las cuatro reglas, leer despacio y escribir aún más lento. Y sé firmar, aunque cada vez me tiemble más el pulso. En aquella época estudiar era un lujo solo para las familias pudientes; nosotros no teníamos casi ni para comer, a ver cómo íbamos a gastar en tinta.
            Empecé a trabajar desde niña. Iba al monte a recoger pinocha y leña para encender el fuego, cada vez más arriba, cerca de las faldas del Teide. Cocinábamos en una cuevita que estaba junto a la casa y que se iba quedando con el techo tiznado de la lumbre. También ayudaba en la huerta y con los animales, ordeñaba la cabrita o recogía los huevos que las gallinas escondían en el patio. Tenías que ir todos los días varias veces porque si las dejabas se sentaban sobre ellos y los echaban a perder. Alguna quícara hubo que me picó al sacarle un huevo, la muy jodida.
            Pues sí, ya lo sabes. Las chicas en esa época no teníamos mucho donde elegir: o te casabas o te tocaba a cuidar a tus padres y vestir santos. Yo decidí quedarme en el pueblo porque era la mayor y encontré novio pronto, pero mi hermana Carmen se marchó a la capital para servir en la casa de unos señores y allí vivió para siempre. Pasábamos penas, pero ese era mi lugar.
            Bueno, pues me casé sin haber llegado a los veinte, como se hacía entonces. ¡Claro, mijita, si lo dejabas mucho nadie te pretendía por vieja y por fallida! Era así. Yo no sé si estaba enamorada o eso llegó después, pero él tenía buena planta, modales y parecía trabajador y le dije que sí. Era de allí, un chico de toda la vida de esos que crecen con tus primos y lo ves desde que te acuerdas. Fumaba con el cigarro caído y medio ladeado en la boca, no era mal bailarín y tenía un mirar que daban ganas de caerse en esos ojos.
¡Chis, cállate, niña, no digas esas cosas! ¿Cómo íbamos a hacer nada antes de pasar por el altar? ¡Dios nos coja confesados! Eso es ahora, que van con mucha prisa; en mi época se llegaba a la boda sin estrenar, que a más de una conocí que la repudiaron por eso y nunca levantó cabeza. Era una vergüenza que cargabas para siempre. Ese sambenito no te lo quitaba nadie ni después de muerta.
Nos casamos y nos metimos a vivir con mi familia. Madre necesitaba mi ayuda en la casa, y padre estaba delicado de salud. Y vinieron las chicas. Sí, tuve dos, ya las conoces, Nina y Rosarito; buenas hijas que me salieron, con sus cosas, como todos, pero trabajadoras y sufridoras. ¿Hospital? No, mi niña, aquí se paría en casa con la ayuda de Dios y de la Virgen, y si te descuidabas te ibas en sangre. Eran otros tiempos, con menos comodidades y menos quejas que ahora.
Mi José era trabajador, pero los oficios escasos y vivíamos como podíamos. En estas fue cuando vino mi hermano y lo animó a embarcarse para Venezuela. Allí sobraba el trabajo, decía, y los que iban venían con oro hasta en los dientes. Yo no estaba muy convencida, no me fiaba de José allá solo por esos mundos, sin alguien que le midiera los pasos y le lavara y le cosiera la ropa, pero veía a mis niñas tan flaquitas y con esos ojos tan hundidos que no me pude negar.
Tuvimos que pedir prestado para pagar el pasaje del barco y ese dinero lo tuvimos que devolver a plazos de interés. ¡Ay, Señor! Y bastantes lágrimas que nos costó. José llegó allá, consiguió una colocación y se olvidó de nosotras. Así mismito fue. A ti te lo digo tan claro porque eres de la familia y hay confianza, porque a un ajeno no le diría ni esta boca es mía por la vergüenza que me da reconocerlo.
¡Ay! Las penurias por las que pasamos aquí sus hijas y yo no fueron pocas. ¡Cuánto lloré yo aquellos años malviviendo con potajes de jaramagos! Cada vez que tenía que servir la escudilla con más agua que condumio se me partía el alma. Las pobres niñas crecían porque se alimentaban con los ojos y al sorber el aire. Yo no sé ni todo lo que tuve que hacer para que mis angelitos comieran. Eso sí, todo digno, que una puede no tener para comer, pero no pierde la decencia. La familia me ayudó, claro que sí; sin ellos no sé qué hubiera sido de nosotras.
Yo le mandaba cartas y él ni una mala letra contestaba. De tarde en tarde me llegaba un giro. Mi hermano Vicente decía que me lo había mandado José, que se habían visto y habían ido juntos a hacer el envío. Pero yo no sé si era verdad o se lo inventaba y me lo mandaba él para sacarnos del apuro. ¡Dios lo tenga en su gloria, al pobre!
Pues así y todo saqué adelante a mis niñas y les di hasta estudios, al menos a la pequeña, que la mayor nunca fue de libros. Eso sí, nunca dijimos ni una mala palabra de su padre, eso no. Y cuando ya ni me acordaba de su cara se plantó en la puerta y me dijo: “Bueno, Paulina, aquí estoy”. Y yo qué le iba a decir, no podía echarlo de casa como un perro, aunque lo mereciera. Estábamos casados ante la Santa Madre Iglesia y, carajo, qué iban a decir los vecinos. Esa vergüenza yo no la quería ni para mí ni para mis hijas. Y aquí se quedó y se metió en mi cama como si no se hubiese ausentado más de treinta años. Así fue, mija.

© Erminda Pérez Gil
#Heroínas


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