Cuando en 2022 Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1973) publicó Vengo de ese miedo en la editorial Tusquets, sorprendió a todos con el relato desgarrador de una infancia dolorosa recuperada de su memoria. Pero ¿qué hay de real y qué de ficción en este libro? ¿Se trata de una autobiografía, una autoficción o de una novela en primera persona?
En algunas entrevistas el propio Oeste ha querido señalar el carácter híbrido de la novela, en la que se mezclan géneros como el terror, el género policial, la novela testimonial y la crónica, a la vez que afirma que, pese a tener una base real, está todo mezclado y transformado porque, como él mismo señala a The Objetive (17/11/2022), «A veces es más fácil contar la verdad a través de la mentira de una narración ficticia». Así pues, el autor no deja claro qué episodios pertenecen a su vida y cuáles forman parte de la ficción, aunque le sobran motivos para mantener esa intriga.
Vengo de ese miedo es un intento del narrador, que podemos identificar con el autor, de liberarse de un pasado amargo que lo martirizaba; la escritura ha sido para él una especie de terapia para reconciliarse consigo mismo, entender el devenir de su vida y superar sus miedos. Es, además, una forma de expulsar el resentimiento que arrastraba durante décadas hacia sus progenitores, sobre todo su padre, como ya hiciera Frnanz Kafka en Carta al padre (1919), donde juzgaba el carácter posesivo y dominante de su progenitor que marcó su vida y su obra.
El libro, dividido en cinco partes («Padre», «Familia», «Madre», «Hijas» y «Padre e hijo»), es una terrible crónica familiar que despierta el horror en los lectores desde su inicio. La primera parte empieza con una frase lapidaria que anima a descubrir los porqués que oculta: «Quiero matar a mi padre». Y a continuación el narrador aclara:
No metafóricamente ni en la ficción de una novela en la que lo he matado cada vez que la narración abría la más mínima posibilidad de hacerlo. Incluso cuando ni siquiera le atribuía al personaje del padre rasgos del mío, desarrollaba la acción para que muriese. Desde que recuerdo, he fantaseado con las formas en las que moría, en las que ponía fin a su vida. Y lo hacía con rabia, con rencor, con desasosiego.
Así pues, esa desazón que corroe el interior del autor es lo que lo obliga a vaciar su memoria a raíz de un luctuoso motivo, el fallecimiento de su madre en unas circunstancias que considera extrañas. A partir de ese momento decide reflexionar sobre su infancia e investigar sobre el pasado de sus padres, antes incluso de que él o su hermano existiesen. Desea encontrar las causas que condujeron al desastre, los porqués que desgraciaron sus vidas e intenta buscar responsables del drama de una niñez de malos tratos y abandono.
Pero no será tan fácil encontrar respuestas, no todos están dispuestos a hablar o a implicarse en el proyecto. Su hermano es el primero que se resiste, le dice que lo supere, que todo forma parte del pasado y ahí debe quedar. Sin embargo, el narrador desea exorcizar esos momentos que marcaron su infancia y su futuro, porque nunca se sale indemne de una niñez caótica y los desajustes emocionales afloran de cualquier forma. De esta manera comprobamos que cada individuo reacciona ante los hechos a su manera, cada cual afronta el dolor y la pena como puede para intentar sobrevivir al drama.
Lo más duro resulta saber que todos lo sabían, pero nadie actuaba; no era ni siquiera un secreto a voces, sino una evidencia aceptada como si de un designio divino se tratase. Los niños, abocados al fracaso, también intentan salir adelante como pueden al desastre familiar de unos padres violentos sumidos en el alcohol, las drogas, la suciedad y abocados al desastre durante los años ochenta y noventa en Torremolinos.
Tampoco serán fáciles las entrevistas. Hay quienes se avienen a contar por fin las verdades que no se atrevieron antes; otros se niegan a hablar, pues lo consideran una delación innecesaria; mientras que algunos no dudan en mostrar admiración por el hombre que le destrozó la vida al narrador.
¿Cómo superar ese miedo? Miguel Ángel Oeste lo hace desde el vómito de la escritura, un trabajo que le tomó años, no tanto por redactarlo, sino por encontrar las fuerzas suficientes para acometer la labor de desgarrarse la piel y reabrir las heridas de la infancia. A la vez se pregunta si él, con ese pasado, podrá ser un buen padre para sus hijas.
Como afirma el autor, «La memoria reformula el dolor. Lo vuelve maleable, lo justifica, lo hace respirable incluso, si lo que se cuenta es terrible. Sin ser sincera del todo, la memoria es la única herramienta que tenemos».
Cuando se viene de ese miedo, cuesta encontrar asidero, aceptar que no toda la vida es así y que la reconciliación o el perdón ayudar a cauterizar el dolor. Miguel Ángel Oeste nos encoge el corazón con este relato familiar del que no se sale indemne.
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