jueves, 26 de abril de 2018

Confieso que he leído

     Puedo afirmar que mi relación más estable y duradera la he mantenido con los libros. De hecho, considero que será tan eterna que solo la muerte podrá separarnos, y, aun así, tengo mis dudas de que, llegado el momento, nos distanciemos. Ojalá fuese cierta la existencia del alma, porque la mía seguiría rememorando todo lo que he leído a lo largo de mi vida.
     Mi acercamiento a las letras fue prematuro. Mi madre era una gran lectora por lo que las estanterías de nuestra casa estaban llenas de libros, sobre todo de Agatha Christie. Al ser la menor de mis hermanos, todos los volúmenes que caían en sus manos rebotaban en las mías. Empecé, como buena criatura, ojeando tebeos de Pulgarcito y cómics de Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape o El capitán Trueno. Cuando aún no era capaz de entender lo que aparecía dentro de los bocadillos, interpretaba las historietas a través de sus imágenes, lo que me permitía revivirlas a mi antojo una y otra vez.
     Cuando aprendí el alfabeto y la unión de cada grafía pasé al mundo en el que las letras dominaban las imágenes. Recuerdo mi primer gran ejemplar, uno de los cuatro libros que Disney dividía en las estaciones del año y que contenían un cuento para cada día. Me tocó el otoño y con él tres meses de divertidas historias que me hacían soñar y desear que el tiempo volase para poder leer la siguiente. Sí, a veces hacía trampas y adelantaba la lectura del día siguiente; no lo podía evitar, la tentación era enorme.
     Poco a poco me hice amiga de Los gemelos y Los cinco, cuyas aventuras intentaba emular correteando por las laderas y arañándome las rodillas. Viajé con Julio Verne por tierra, mar y aire; me adentré en el mundo de los hermanos Grimm, de Perrault y de Andersen; busqué tesoros en islas, atravesé el desierto con Hussain, me fui de vacaciones con el reloj, conocí al hombrecito vestido de gris y devoré todos los títulos que publicaba Barco de Vapor en cualquiera de sus colores. También conocí a las mujercitas y sus secuelas, y no dudé en indentificarme con la rebelde Jo, pues por algo a ambas nos gustaba tanto leer e ir a contracorriente.
     Cuando empecé el instituto mi perspectiva literaria se amplió muchísimo. Pasé de leer novelas juveniles de aventuras a obras consagradas que me hicieron enamorarme definitivamente del arte de escribir. Creo que nunca podré agradecer lo suficiente a mis profesores que me hicieran adentrarme en El viejo y el mar, La perla, Retablo de marionetas, El candor del padre Brown, El guardián entre el centeno, Antología del cuento literario, Novelas ejemplares, Los jefes y Los cachorros, Relato de un náufrago o Crónica de una muerte anunciada. Con las dos últimas me dejé embriagar irremediablemente por el realismo mágico y esa pasión fue creciendo sin parar. A partir de las que me recomendaban, fueron pasando ante mis ojos obras de estos autores u otros con los que me iba atreviendo, ya fuesen escritores de habla hispana o no, contemporáneos o de cualquier época. Era un mundo por descubrir y yo estaba dispuesta a ello.
      También en casa empecé a descubrir unos interesantes volúmenes de tapas duras y lomos dorados que ampliaron mi visión del mundo y las cosas al encontrarme con Madame BovaryEl amante de lady Chatterley, Rojo y negro, La metamorfosis y una colección de títulos que me atraparon sin remedio.
     Al iniciar mis estudios universitarios me decanté por una filología, lo que propició un acercamiento más profundo e íntimo a la miríada de poetas muertos que yacen en los manuales de historia de la literatura. Cómo no, adoré a algunos y desestimé a otros, pero los leí a todos, porque comprendí que solo conociendo la literatura del pasado se podía entender la presente y, a su vez, la futura. Al fin y al cabo, los temas, con ligeros cambios, son los mismos (el amor, la muerte, la traición, los celos...), lo que varía es la época y el punto de vista de quien escribe para dejar su legado a las siguientes generaciones.
     Las coplas de Manrique, los sonetos de Garcilaso o Fernando de Herrera, los versos de Fray Luis, San Juan o Santa Teresa, las sátiras de Quevedo, el culteranismo de Góngora, las obras de Lope y mi amado Cervantes, los románticos, los modernistas y noventayochistas, los surrealistas, el grupo del 27 y los escritores latinoamericanos me hicieron crecer como lectora. Cuando leí por primera vez el Quijote entendí que toda la narrativa que había conocido antes ya la contenía la historia del hidalgo, pero ese descubrimiento me hizo adorar los libros aún más.
     A pesar de todas las horas de estudio dedicadas a la literatura, o quizá precisamente por ello, cuando concluí mi carrera seguí leyendo y me aventuré hacia autores, técnicas y temas de lo más variopintos. De ahí que haya cogido fama entre mis conocidos de lectora empedernida, pues nunca salgo de casa sin al menos un libro. Podría decir que leo cualquier cosa que cae en mis manos, ya sea en tapas duras o blandas, en ediciones de lujo o de bolsillo, en papel o digital, tenga las páginas que tenga y sea del autor que sea; sin embargo, estaría faltando a la verdad.
      Con los años mi amor a los libros ha ido en aumento, pero también me ha vuelto más exigente. Ya no me conformo con obritas fáciles de campo y playa, sino que le pido más a los autores, de quienes espero que me sorprendan y me hagan sobre todo evadirme y disfrutar. Pese a mi empeño pretérito en no dejar ninguna obra sin terminar, he aprendido a respetarme y permitirme abandonar un libro cuando considero que no merece la pena continuarlo, cuando me aburro o me parece que está mal escrito, porque después de tantos años, creo que tengo criterio para tomar esa decisión. Además, con todos los volúmenes que hay por conocer, ¿por qué perder el tiempo con algo que no me satisface?
     A estas alturas ya sé lo que me gusta y lo que no, lo que es buena literatura y lo que es imitación o calco de otros, lo que está escrito con pasión o lo que carece de vida, lo que es arte y lo que no vale la pena ni abrir, lo que está bien redactado y lo que precisa con urgencia una revisión especializada... A estas alturas sé lo que quiero, y es no parar de leer.
     Estimo que necesitaría al menos cinco vidas longevas para poder concluir todas las obras que deseo conocer. Pero como cada día el número aumenta, solo siendo inmortal lograría no dejarme nada sin hojear, y la realidad aún no permite esos dislates. Por todo ello, puedo concluir afirmando que mi pasión es quevedesca; es amor a la literatura más allá de la muerte.




No hay comentarios:

Publicar un comentario