Se orinaba y se descomía sobre él. Y escupía –y hasta se
vomitaba- sobre aquel débil hombre enamorado, satisfaciendo así una necesidad
inencauzable y conquistando, de paso, la disciplina de una sexualidad de la que
era la sola dueña y oficiante.
Ese hombre no era otro que yo mismo.
Los que no habéis tenido nunca una mujer de la belleza y
juventud de la mía, estáis desautorizados para ningún juicio feliz sobre un
caso, ni tan insólito ni tan extraordinario como a primera vista parece.
Ella creía que toda su vida iba a ser ya un
ininterrumpido gargajo, un termitente vómito, un cotidiano masturbarse,
orinarse y descomerse sobre mí, inacabables.
Pero una noche la arrojé por el balcón de nuestra alcoba
al paso de un tren, y me pasé hasta el alba llorando, entre el cortejo
elemental de los vecinos, aquel suicidio inexplicable e inexplicado.
No fue posible que la autopsia dijera nada útil ante el
informe montón de carne roja. El suicidio pareció lo más cómodo a todo el
mundo. Yo, que era el único que hubiera podido denunciar al asesino, no lo
hice. Tuve miedo al proceso, largo, impresionante. Pesadillas de largas noches
con togas, rejas y cadalsos me atemorizaron más de lo que yo pensara. Hoy me
parece todo como un cuento escuchado en la niñez, y, a veces, hasta dudo de que
fuese yo mismo quien arrojó una noche por el balcón de su alcoba, bajo las
ruedas de un expreso, a una muchacha de dieciséis años, frágil y blanca como
una fina hoja de azucena.
Pero ni el recuerdo de ella ni el retrato del muchacho de
suave bigote oscuro se han separado jamás de mí.
En
mis farsas peores, les hago intervenir a los dos, disfrazándoles a mi gusto, y
decepcionándoles premeditadamente con finales demasiados imprevistos.
En una hora de inocencia y olvido pasajeros, he hecho la
elegía a María Ana, que doy en este libro. Una elegía a una María Ana que
viviera ahora, en 1930, pero anterior, en mis recuerdos, al crimen, aunque no
al vómito y el salivazo. Una María Ana de mis ajenos años de estudiante de
Filosofía y Letras. La María Ana, en fin, del joven del suave bigote oscuro. O
mejor aún: la elegía que a María Ana hubiera podido hacer tal odioso y feliz
mancebo.
Para salvarla de mi crimen —de la presión del tren sobre
ella y del pánico de la caída— he escrito el relato titulado “Revenant o el
traje de novio”.
Aquí muere María Ana en su cama blanca de prometida,
arropando el adiós con una sonrisa prestada. Si la he disfrazado de Miss Equis,
ha sido para desnudarla de algún modo de su andalucismo moreno, que me hubiera
obligado a volverla a tender de nuevo bajo otros trenes de la madrugada
Luego sólo he tenido –y he realizado- el capricho
explicable de reunir en mi casa, una noche, a mis buenos amigos en el
anonimato. A mis desconocidos camaradas en el crimen impune: un cable
eléctrico, un jazminero, una hoja Gillette, una cuna, un pene de 63 años, etc.
Frente a todos los crímenes anónimos de mis criminales
huéspedes de una noche, ha permanecido mi crimen en su sitio propio de
sensacional, único y gran asesinato pasional. De crimen tipo. De crimen de
novela más que de crimen ocurrido.
Sobre él y sobre mis lectores caigan desde hoy mis
futuras maldiciones y persecuciones, la miseria actual y las pústulas
pretéritas de mi cuerpo senectuoso de narrador emocionado del asesinato propio
y de los crímenes ajenos.
Yo ya sólo vivo para un estuche de terciopelo blanco,
donde guardo dos ojos azules, encontrados por el guardagujas la menstrua alba
de mi crimen, entre los últimos escombros sanguinolentos de la vía.
Primer fragmento de Crimen, Agustín Espinosa, 1934
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