Desde
niño ya se le notaban los andares torcidos. Mientras los demás jugaban, leía;
cuando los otros dormían la plácida siesta, exploraba los contornos. Anhelaba
la aventura como precisaba el aire para respirar, y, pese a que los mayores le
intentaban frenar el ímpetu por adentrarse en lo desconocido, eso solo
alimentaba sus ansias de más.
Todos pensaban que al crecer moriría su loco afán, mas
este creció con su estatura y se agrandó en su cerebro y en su alma. Hacía lo
que los adultos esperaban de él para tenerlos contentos, aunque con disimulo
investigaba cuando no lo observaban.
Alguna
vez intentó escapar de las convenciones, pero estas lo atrapaban una y otra vez
para someterlo a su yugo. Hasta que, por fin, cansado de acallar el grito que
se ahogaba en su garganta, desató las cadenas que lo unían a la rutina y se
lanzó a la mayor gesta jamás conocida.
Había tanto aún por descubrir, tanto por conocer y
explorar, que no entendía que nadie se le hubiese adelantado. ¿Cómo no querer
saber qué se hallaba más allá del mundo conocido, qué seres poblarían esas
tierras y cómo serían estas?
Gastó todos sus ahorros en los pertrechos necesarios para
iniciar el viaje. Durante los preparativos se burlaron de él, lo llamaron loco,
demente, orate y le afearon su conducta de adulto inmaduro y egoísta. Nada de
eso logró doblegar su ánimo.
El día señalado para su partida se despidió de su familia,
que lo miraba con ojos cargados de lágrimas o reproches, y subió a su nave para
no volver jamás.
Han pasado unos veinte años desde entonces. No se le ha
vuelto a ver, pero no dejan de recibirse mensajes suyos en los que relata los
lugares que descubre. Ya ha alcanzado la séptima Galaxia en su viaje espacial y
envía importantes datos que ayudan a los científicos a desentrañar los
misterios del universo.
© Erminda Pérez Gil
#ZendaAventuras
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