lunes, 17 de julio de 2023

¿El ocaso de la novela negra?

    En el siglo XV se pusieron de moda, entre otros, los libros de caballerías. Eran historias fantásticas en las que un caballero andante a lomos de su inseparable rocín luchaba contra múltiples enemigos para salvar a su dama o vencer al mal y dedicarle a su amada esas victorias. No había gigante ni encantador ni ejército enemigo, por muy numeroso que fuera, que pudiera doblegar la espada del paladín sin este siquiera despeinarse. El ejemplo más conocido es Amadís de Gaula de Garci Rodríguez de Montalvo, quien publicó por primera vez en 1508, aunque el propio autor confesó haberse valido de un personaje ya existente en la literatura desde el siglo XIV. 
    El éxito de este tipo de libros fue tal que se sucedieron las ediciones, las nuevas aventuras y los imitadores que, repitiendo un modelo, relataban historias de héroes que luchaban con éxito. Surgieron amadises, espladianes, palmerinas y toda una caterva de caballeros andantes que hacían las delicias del público en una época en la que los libros eran muy caros y la mayoría de gente era analfabeta, por lo que se reunían para hacer lecturas en voz alta.
    La tendencia fue degenerando inevitablemente. La calidad de la escritura se resintió y derivó en un sinnúmero de títulos repetitivos, poco trabajados e inverosímiles. En 1605 Cervantes defenestró las novelas de caballerías con la publicación del Quijote, cuyo protagonista no solo se había gastado toda su hacienda comprando este tipo de libros, sino que, del mucho leer y del poco dormir, se le secaron los sesos y creyó ser un caballero andante. Pero el trabajo de desprestigio iniciado por el manco de Lepanto no acaba ahí, sino que en el capítulo sexto se produce el escrutinio de la biblioteca de don Alonso Quijano. El barbero y el cura, dirigidos por la pluma de Cervantes, seleccionan qué libros deben salvar y cuáles deben ser quemados en la hoguera que encienden en el patio. Sí, Cervantes también quemó libros, pero para hacer crítica literaria y desechar todos aquellos que no merecían ser leídos según, claro está, su criterio. Entre ellos, por cierto, salva, aparte del Amadís, Historia del famoso caballero Tirante el blanco de Johanot Martorell y, cómo no, La Galatea, su primera novela pastoril publicada en 1585. Sí, Cervantes también sabía promocionarse.
    Algo similar ocurrió un siglo después. Se inició el género picaresco con la publicación de forma anónima en 1554 del Lazarillo de Tormes, cuyo éxito despertó el interés de otros escritores y popularizó esta narrativa que, como la anterior, terminó degenerando. Se sumaron títulos conocido como Guzmán de Alfarache (1599) de Mateo Alemán o La vida del Buscón (1626) de Quevedo y se extendió a otras literaturas foráneas.
    El fenómeno de las modas literarias, como sabemos, ha sido una constante a lo largo de la historia, y de la misma manera que triunfan, con el tiempo, caen en desuso por puro agotamiento del tema y del lector.
    Desde hace algún tiempo, desde diferentes voces y foros se escucha un eco sobre la novela negra que me ha dado mucho que pensar, pues esa idea ya rondaba en mi cabeza. Sin embargo, no me había atrevido a compartirla y le daba vueltas en solitario, ya que nada gusta más a un individuo que saberse comprendido y no ser tachado de raro, extravagante o, peor aún, ignorante. Ya que estamos, lancémonos a la piscina de pirañas.
    ¿Está alcanzando la novela negra su ocaso? La novela negra comparte con la policiaca la resolución de un crimen. Sin embargo, como ha manifestado Emilio Lara, a diferencia de la policiaca, al estilo de las historias de Agatha Christie en las que el bien triunfa sobre el mal, el género negro presenta personajes imperfectos que ocultan vicios y no siempre se resuelve el caso de manera satisfactoria, ya que los policías no son necesariamente buenos ni los criminales son por ende malos; sus precursores en Norteamérica fueron Raymond Chadler y Dashiel Hamett, cuyas novelas se adaptaron al cine.
    El éxito de todos ellos es indiscutible y, desde luego, marcaron una senda por la que han seguido transitando una miríada de escritores de todo el orbe a lo largo del siglo XX y ha alcanzado estas primeras décadas del siglo XXI. Prueba de ello son las numerosas publicaciones anuales de estos géneros así como la cantidad de festivales black noir (escrito así en otro idioma, porque a algunos les debe parecer que tiene más estilo que el término español) que se suceden en toda la geografía nacional e internacional.
    Norteamericanos, suecos, británicos, franceses, italianos, japoneses, hispanoamericanos..., la globalización ha logrado que se democraticen los temas y que podamos leer novelas de cualquier parte del mundo desde que salen a la venta o se traducen a nuestro idioma. 
    Solo en España contamos con una lista interminable de plumas que se adhieren al género. Uno de los iniciadores nacionales fue, sin duda, Alberto Vázquez Figueroa. A él le han seguido Lorenzo Silva, María Dolores Redondo, Alicia Jiménez Bartlett, Juan Gómez-Jurado, Eva García Sáenz de Urturi, Víctor del Árbol, Santiago Díaz, María Oruña, Alexis Ravelo (fallecido hace unos meses), César Pérez Gellida, Javier Castillo... En efecto, los puntos suspensivos indican que la lista continúa y que usted puede añadir todos aquellos nombres que yo por olvido, ignorancia o pereza no he incluido en esta nómina.
    La primera conclusión a la que podemos llegar es que la novela criminal gusta, vende y se lee, es decir, hay un público importante que mantiene a este sector editorial. En esta época se cuentan por miles, millones en algunos casos, de aficionados que consumen este tipo de productos para distraerse. Tienen poco tiempo y necesitan evadirse, por lo que buscan algo sencillo que no los obligue a pensar demasiado.
    En segundo lugar, no son pocas las novelas de este género que trascienden el papel para alcanzar la pantalla, lo que demuestra una vez más que se han popularizado estas historias y llegan a un vasto público más proclive a lo visual que a lo escrito, pues requiere un esfuerzo y una inversión de tiempo considerablemente menores.
    Por todo ello, las editoriales invierten sus esfuerzos en sacar tajada de ese suculento mercado. Buscan novelas fáciles, que no le compliquen la vida al lector, pero que lo entretengan y le hagan sentir la necesidad de consumir más de lo mismo. Los ávidos lectores se identifican con unos personajes que ya conocen y aceptan por lo que esperan nuevas aventuras con ellos. De ahí que triunfen las sagas protagonizadas por los mismos investigadores. Eso sí, para que la receta funcione, debemos adaptarlo a nuestra realidad por lo que serán policías nacionales, guardias civiles, ertzainas o mossos d'escuadra y, para acomodarnos a los tiempos, serán protagonizados por intrépidas mujeres (la señorita Marple fue una adelantada a su tiempo) y cualquier colectivo que ahora se considere merecedor de protagonismo.
    Muchos escritores, atraídos por este mercado, se suben al carro de la novela negra con desigual acierto. A estas alturas, poco se puede innovar, pero sí se escriben historias frescas, con estilo y originalidad. No obstante, mucho de lo que se publica resulta redundante, flojo, previsible y provoca el desencanto de unos lectores, aficionados al género que cada vez se sienten más defraudados con lo que leen. Y esto nada tiene que ver con quien firme la obra ni con la editorial que la publique. Aunque también depende, cómo no, del nivel de exigencia de cada lector.
    Esto no quiere decir que la novela negra vaya a desaparecer, en absoluto. Pero sí es cierto que tal vez estemos entrando en un periodo de saturación que podría adelgazar el interés de los lectores. Como en épocas anteriores, pocas de las obras actuales soportarán el paso del tiempo y entrarán en la lista de los clásicos eternos; la mayoría, caerán irremediablemente en el olvido.
    Mientras tanto, sigamos leyendo todo aquello que nos apetezca y nos haga sentir que dedicar nuestro tiempo a la lectura es la mejor inversión.



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