El
libro se encontraba en la balda más baja de la estantería. Una visible capa de
polvo delataba el tiempo que llevaba arrinconado en ese lugar invisible. El sol,
que se colaba por una ventana próxima, había dejado un notorio rastro de vejez
en las hojas amarillentas y en el lomo decolorado. La soledad había logrado
enmudecer a un longevo contador de historias maravillosas que asombraba a niños
y causaba deleite a los mayores. Ya nadie se acordaba de él, había caído en el
mayor de los ostracismos.
Quien
desconozca que nos hallamos en una época futura no entenderá los motivos de tal
desamparo. En efecto, las páginas habían seguido cayendo del calendario y los
años se habían sumado uno tras otro hasta que nuestros hijos veían jugar a los
hijos de sus hijos. Las nuevas tecnologías habían perdido su adjetivo novel
décadas atrás sorprendiéndonos cada nuevo amanecer con un paso más adelantado
en ingeniería electrónica.
Ya
desde la primera década del siglo XXI se habían empezado a utilizar los
novedosos libros electrónicos adquiridos por distinto tipo de usuarios: los que
perseguían poseer el último grito electrónico, quienes aceptaban los cambios
como parte del inevitable progreso, aquellos que entendían que leerían más, más
barato y con mayor comodidad y a los que, sin tan siquiera haberlo pedido, les
había caído como sorprendente regalo navideño. Frente a ellos surgió un grupo
que se erigió como férreo defensor del papel, olvidando quizá que su antepasado
el papiro había sido sustituido por este sin ningún tipo de piedad. Quienes
auguraban la apocalíptica desaparición de los libros de celulosa se aferraron a
ellos hasta que la realidad vació los escaparates de las librerías
tradicionales. Como museos arqueológicos, las bibliotecas custodiaron el inútil
patrimonio cultural de los siglos precedentes, mientras los usuarios los
vendían en librerías de segunda mano tan solo visitadas por nostálgicos de las
encuadernaciones o se deshacían de ellos en los cada vez menos abundantes
contenedores de reciclaje de papel y cartón. El uso del e-book, como pasó a denominarse de forma generalizada en poco
tiempo, se universalizó sin remedio.
Una
fría alba de invierno, mientras el sueño aún se mecía sobre los menos
madrugadores, una gama de colores iridiscentes se adueñó durante horas de buena
parte del cielo en dura competencia con el astro rey. La intensa aurora boreal
provocó nefastas consecuencias en los modernos sistemas de comunicación
humanos, así como inhabilitó cualquier tipo de sistema electrónico del planeta.
La tierra se sumió de repente en un oscuro y rudimentario pasado. Sus
habitantes, desorientados, no sabían qué hacer para resolver tan ardua
situación. Los días pasaban y los científicos e ingenieros eran incapaces de
restaurar las redes perdidas. Las protestas y la indignación de los usuarios
aumentaban, el nerviosismo y el mal humor se adueñó de ellos, pues se sentían
perdidos sin sus medios tecnológicos, incluso el caos y la violencia se hicieron
presentes en las calles. La gente se aburría en sus casas sin nada que hacer y
sin esperanza de solución, hasta que un día, un anciano y decrépito bibliotecario
extrajo de la polvorienta estantería el olvidado y viejo volumen que contenía las
historias maravillosas que asombraban a niños y causaban deleite a los mayores
y comenzó a leerlo en voz alta en las escaleras de acceso al edificio. Poco a
poco los curiosos fueron acercándose a escuchar los hechos que narraba, hasta
que una muchedumbre atenta lo rodeó. Al concluir su lectura todos aplaudieron y
entraron tras él a la biblioteca para recuperar la memoria perdida.
© Erminda Pérez Gil, 2015
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© Erminda Pérez Gil, 2015
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