domingo, 7 de octubre de 2018

Ordesa

     Ordesa es un parque natural que, junto al Monte Perdido, se halla en el Pirineo oscense. Sin embargo, desde enero de 2018 un libro se ha adueñado de ese nombre y le ha robado protagonismo a la naturaleza con una llamativa portada amarilla y una historia que emociona.
     Ordesa es el título de la última obra publicada por Manuel Vilas (Barbastro, Huesca,1962) en la editorial Alfaguara. El escritor aragonés bucea en su propia vida y su pasado familiar para reflexionar sobre la vida y cómo afrontar la muerte. 
     En alguna entrevista, Vilas ha comentado que este libro es un homenaje a sus padres. Lo empezó a escribir en 2010, tras el deceso de su madre. En ese momento, comenta el autor, la ausencia de su padre fallecido nueve años antes se hizo más patente, pues los dos únicos seres que le habían dado la vida ya no estaban a su lado y una gran sima se abrió en su interior.
      "¿Qué hago yo en la noche del mundo si no puedo poseer la primera noche de mi mundo?", capítulo 89.
     No son pocos los escritores que a través de las letras han purgado sus recuerdos para congraciarse con su pasado y sus progenitores. Franz Kafka recriminó en su Carta al padre el comportamiento abusivo de este; tras conocer el fallecimiento del suyo, Paul Auster creó La invención de la soledad; Philip Roth realizó su particular homenaje a su progenitor en Patrimonio: una historia verdadera; Héctor Abad Faciolince hizo lo propio en su deliciosa novela El olvido que seremos... Podríamos seguir enumerando textos nacidos de la ausencia de los padres, todos ellos dignos antecedentes de la obra de Vilas que nos ocupa.
     Ordesa no es una novela al uso pese a su estructura narrativa. Es una confesión, es bucear en las emociones de su autor, quien nos abre las puertas de su mundo interior para liberarse él del peso que lo oprime. Así, rememora recuerdos familiares de su infancia o incluso de antes de que él fuese concebido o de que se conociesen sus padres. Rescata del pasado imágenes que lo ayudan a imaginar cómo pudieron ser determinados momentos que él es incapaz de recordar; rellena con suposiciones escenas pretéritas que nunca fueron explicadas; extrae de lo más profundo momentos desagradables que vivió y ocultó en el cajón más recóndito de su memoria para poder sobrevivir pese a ello; y, sobre todo, siente todo lo sucedido con una gran nostalgia por lo que nunca recuperará.  
      No solo se ciñe a las figuras de sus padres, sino que también traerá al presente a aquellos familiares o conocidos que formaron parte de la historia de su pasado. Volverá a lugares que lo marcaron en su infancia, como Barbastro, el pueblo en el que nació y se crió, o el parque natural de Ordesa o el Monte Perdido, cuya profunda huella condiciona incluso el título del libro. 
     No obstante, Vilas no se limita a analizar el pasado familiar, también evoca sus últimos años y su presente. Nos confiesa la adicción al alcohol que sufrió durante varios años y que ya ha superado, por qué dejó su trabajo fijo como profesor de Lengua y Literatura en Secundaria, los motivos de su ruptura matrimonial o la relación que mantiene actualmente con sus hijos. También critica determinadas actitudes o comportamientos presentes en nuestra sociedad y valora algunos aspectos políticos o económicos que lo inquietan.
     Esta profunda declaración de vida la realiza el autor desde el sosiego. No parece que mire con resentimiento esa colección de imágenes mentales que se suceden en la obra sin un orden cronológico establecido. Cada una de ellas surge como un nuevo fogonazo de melancolía de lo que fue y ya nunca volverá.
      Supongo que para Vilas no ha sido fácil verter en palabras todos esos sentimientos que se le atragantaban, sobre todo porque se desnuda ante sus lectores y se somete a su juicio. Aunque tal vez su mayor logro haya sido contagiar esas emociones a quienes caemos rendidos ante unas páginas que hacemos nuestras y que provocan que brote en nuestro interior la telaraña de los recuerdos que creíamos extinta.
      Reconozco que he llorado recordando a mi padre fallecido a través de las líneas que Manuel Vilas dedica al suyo. Hay sentimientos que son universales y eternos, y creo que incluso resultan contagiosos. Como señala Rosa Regás en su novela La canción de Dorotea, "La ausencia del padre por dura que haya sido la vida con él deja un agujero negro difícil de aceptar y de soportar".
      Pese a todo lo dicho, no se debe tachar Ordesa de ser una obra meliflua; en absoluto. Su equilibrio reside precisamente en mostrar aspectos descarnados sin aparente pasión, en retratar su amor por sus progenitores sin rodeos lacrimosos y en mostrar los fantasmas de sus padres que lo rondan sin miedo a ellos. Se trata en definitiva de rescatar los recuerdos antes de que estos sean segados por la muerte.
     Así que, discreto lector, como señala Vilas en el capítulo 51, "No esperes a mañana, porque el mañana es de los muertos".

     


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