martes, 4 de julio de 2017

Once inicios inolvidables

     Todos los manuales de escritores afirman que el inicio de una obra es fundamental para captar y cautivar el interés del lector. Las primeras palabras son capaces de despertar las expectativas o provocar la decepción de quien se encuentra con el texto por primera vez, por ello deben contener un germen que arraigue profundamente en la psique del que se aventure a zambullirse en ellas. Así, los buenos narradores lanzan el anzuelo desde la primera línea.

     He seleccionado los diez principios narrativos que han dejado más huella en mi memoria y los he ordenado por año de publicación. Es posible que haya alguno más que ahora mismo se halle oculto en mi recuerdo, por lo que en el futuro quizá este lista varíe o pueda ser ampliada. Es probable, ávido lector, que reconozcas alguno de ellos; en los otros casos, quizá te enamores de estas líneas y caigas rendido ante ellos. Ya sabes que lo que bien empieza, bien acaba.

1. Canto I, "Infierno", Divina Comedia, Dante Alighieri (1307):
A mitad del camino de la vida, 
en una selva oscura me encontraba 
porque mi ruta había extraviado. 

¡Cuán dura cosa es decir cuál era 
esta salvaje selva, áspera y fuerte 
que me vuelve el temor al pensamiento! 

Es tan amarga casi cual la muerte; 
mas por tratar del bien que allí encontré, 
de otras cosas diré que me ocurrieron.


2. Historia del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes (1605):
     En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

3. Historia de dos ciudades, Charles Dickens (1859):
     Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.

4. Ana Karenina, Lev Tolstoi (1877):
     Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.

5. La Regenta, Leopoldo Alas, "Clarín" (1885):
   La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles.

6. Metamorfosis, Franz Kafka (1915):
     Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la cabeza, vio su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el que casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con el grosor normal de sus piernas, se agitaban sin concierto.

7. El amante de lady Chatterley, David Herbert Lawrence (1928):
      La nuestra es esencialmente una época trágica, así que nos negamos a tomarla por lo trágico. El cataclismo se ha producido, estamos entre las ruinas, comenzamos a construir hábitats diminutos, a tener nuevas esperanzas insignificantes. un trabajo no poco agobiante: no hay un camino suave hacia el futuro, pero le buscamos las vueltas o nos abrimos paso ente los obstáculos. Hay que seguir viviendo a pesar de todos los firmamentos que se hayan desplomado.

8. El túnel, Ernesto Sábato (1948):
    Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona. 

9. Lolita, Vladimir Nabokov (1955):
     Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.

10. Cien años de soledad, Gabriel García Márquez (1967):
     Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

11. El amor en los tiempos del cólera, Gabriel García Márquez (1985)
     Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.



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