Había decidido viajar en solitario pese a
los comentarios negativos que le habían hecho todos sus conocidos al respecto.
Era una aventura, una experiencia personal para, había explicado, encontrarse a
sí mismo. Además, había optado por desplazarse en bicicleta, y entre sus
allegados no había nadie a quien le apeteciera conocer un país extranjero de
una manera tan insegura. Tampoco reservó hoteles con antelación, prefería
dejarse llevar por el día a día y dormir allí donde surgiera la ocasión,
improvisando. Así es que llenó su mochila, hinchó las ruedas de su bici y se
marchó con una sonrisa dibujada en los labios.
Mientras avanzaba suavemente con cada
pedalada, el cielo se fue cubriendo y las nubes empezaron a derramar
inofensivas gotas. Se detuvo para ponerse el impermeable cuando el lagrimeo del
cielo creció en intensidad. Sin embargo, este fue aumentando considerablemente
a medida que progresaba, y en medio de aquel camino no hallaba donde
resguardarse. La lluvia lo golpeaba con fuerza, se colaba por las rendijas de
su casco y cegaba sus gafas fotocromáticas. Debía buscar cobijo cuanto antes,
pues la calzada acumulaba tanta agua que la circulación se volvía peligrosa en
tales condiciones.
A lo lejos divisó una tenue luz amarilla
que titilaba entre la lluvia. Se acercó lo más rápido que le permitían las
circunstancias, y vio una pequeña casa rodeada por un bonito jardín en donde se
distinguía un vistoso cartel de Bed and
Breakfast. Era su salvación, había encontrado una vivienda que ofrecía
habitación y desayuno a los viajeros por un precio razonable. Se adentró por el
breve sendero de grava que conducía a la puerta y sus ilusiones se vinieron
abajo cuando atisbó en la ventana un pequeño letrero que anunciaba ocupación
completa. Aun así, se animó a llamar a la puerta; quizá le pudiesen indicar
dónde podía encontrar otro alojamiento, o al menos con suerte le permitirían aguardar
dentro hasta que escampara.
Presionó el timbre con cierto apremio, mas
no obtuvo respuesta. Cuando se disponía a apretarlo por segunda vez, la puerta
se abrió. Una anciana diminuta lo miró con ojos compasivos, le indicó que
dejara la bici en el porche y lo animó a entrar. El joven se deshizo en
disculpas puesto que su ropa estaba empapando el impoluto suelo, pero la señora
le restó importancia y le acercó un par de toallas y unas pantuflas para que se
descalzara. Cuando se hubo secado lo mejor que pudo, la viejecita lo condujo a
la cocina para que tomara un té bien caliente.
—Muchísimas gracias, señora —dijo el
muchacho agradecido. —No quiero molestar demasiado. Pensé que podría pernoctar
aquí, pero al acercarme he leído que tiene todas las habitaciones ocupadas.
Seguiré mi camino en cuanto pare la lluvia. Eso sí, le pagaré las molestias,
por descontado.
Con una dulce sonrisa, la anciana le
comentó que no tenía por qué marcharse. Aunque en el letrero rezara lo contrario,
tenía una habitación disponible. En realidad, no era para huéspedes, sino la de
su hijo. La tenía siempre preparada para cuando el muchacho volviera. El
turista intentó declinar tal ofrecimiento, no quería abusar de la buena
voluntad de la señora, mas esta no dio opción a rechazar su propuesta.
En cuanto hubo terminado su bebida, siguió
a la anfitriona hasta el dormitorio que le había sido asignado. Atravesaron un
silencioso y angosto pasillo a cuyos lados se sucedían una serie de puertas
numeradas. No se escuchaba otro ruido en la vivienda que sus amortiguados pasos
sobre la moqueta y el repiquetear del agua sobre el tejado.
—¿Y el resto de huéspedes? —preguntó el
visitante en un susurro.
—Duermen ya —contestó la señora en el
mismo tono esbozando una leve sonrisa.
Al final del pasadizo, la dueña se detuvo
y le señaló su habitación, la abrió y le franqueó el paso. Bajo la mortecina
luz de la tormenta, el cuarto parecía algo lúgubre y una notoria pátina de
polvo cubría los muebles. Sin embargo, el joven se hallaba tan cansado y
agradecido que no hizo ascos a lo que se le ofrecía. Dejó su mochila sobre una
silla y se asomó a la ventana, a través de la que se veía la parte trasera de
la casa. Mientras emitía un sonoro bostezo que no fue capaz de reprimir,
observó que en una caseta de jardín se apilaban una docena de bicicletas de
distinto tipo y época.
Con la lengua algo pastosa logró
preguntarle a la anciana de quiénes eran todos esos velocípedos.
—De mi hijo —respondió orgullosa señalando
una foto en blanco y negro que se hallaba sobre la cómoda en la que se
distinguía a un joven junto a una anticuada bicicleta. —Es aficionado al
ciclismo. Sale todos los días a pedalear durante horas. Estoy esperando que
regrese. Las colecciono para cuando vuelva a casa. La tuya le va a encantar.
Algo aturdido, el muchacho intentó moverse
o replicar, mas sus músculos no le respondían y cayó postrado sobre la cama.
Unas huesudas manos ayudaron a sus párpados a cerrarse definitivamente mientras
le daban las buenas noches eternas.
© Erminda Pérez Gil
#historiasdebicis
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