lunes, 29 de agosto de 2016

Ser o no ser

Cuando me trajeron aquí, aunque nadie me lo dijo, yo sabía que iba a ser para siempre. Me consolé pensando que vendrían a verme con frecuencia, dada la tristeza con la que se despidieron ese primer día. De hecho, al principio las visitas se sucedían a diario, me traían regalos y me hablaban durante horas. Algunos incluso lloraban ante mí por la situación en que me hallaba, y eso me hacía sentir muy mal, pues yo no estaba en este lugar por voluntad propia.
Sin embargo, con el paso del tiempo sus apariciones se fueron espaciando hasta casi desaparecer. Ya no acudían con la asiduidad inicial, ni permanecían tanto tiempo conmigo, ni tenían tantos detalles. Hubo quien sólo venía en fechas señaladas y con aspecto de sentirse forzado por las circunstancias. Llegué a escuchar justificaciones que me resultaron dolorosas: no les gustaba estar aquí, el olor que despedía el recinto les parecía desagradable, el entorno era muy frío… ¡Como si yo estuviese feliz de hallarme en este ambiente!
Luego comprendí que mi familia no era la única en olvidar paulatinamente. Con los otros pasaba lo mismo. Lo comprobé al ver que la evolución de los nuevos era similar a la mía. Había incluso casos peores, a los que nadie acompañaba después de ser dejados aquí, de los que todos se desentendían inmediatamente. Cuando tomas conciencia de esto, te sientes como un desecho social abandonado al que a nadie importas ya, y no te queda más remedio que aferrarte a los bonitos recuerdos del pasado, si es que aún eres capaz de rememorarlos.
Si a lo largo del año tenían poco tiempo para venir y aducían las disculpas más peregrinas (el trabajo, los niños, el perro…), durante el verano la situación ha empeorado. En estos meses ni siquiera se excusan, se ausentan totalmente sin avisar, como si se avergonzaran de disfrutar de la vida en vacaciones, de reír y ser felices mientras yo me pudro en este lugar sin poder salir. Luego vendrán en otoño intentando disimular y disculparse con flores, regalos y atenciones que hagan ver a los demás cuánto se preocupan por mí.
Y es que en esta horrible canícula no hay quien resista metido entre estas cuatro paredes sin nadie que te venga a consolar. El silencio lo inunda todo y sólo se escucha a veces el rechinar de las cigarras y el arrullo de los cipreses. El calor es tan intenso que te seca los huesos y marchita las flores. ¡Y hay que ver qué triste se queda un cementerio sin pétalos de colores!

© Erminda Pérez Gil, 2016


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