domingo, 29 de diciembre de 2019

Evangelio apócrifo

Al ver el rayo de luz que atravesaba el cielo, el mago, versado en astronomía, entendió que era la señal indicada y siguió su estela. En el camino se encontró con otros dos magos de distintas razas que habían leído las mismas profecías y perseguían similar propósito. Los tres avanzaron juntos en sus camellos hasta el lugar donde el astro había caído.
           Lo que encontraron al llegar al lugar que les señaló la luz quedó recogido en un documento que no pudo ser leído hasta varios siglos después al hallarse escrito en una lengua desconocida. Asimismo, el contenido de este resultaba tan críptico e inexplicable, que hasta que la ciencia no ha podido demostrar su veracidad, este ha permanecido oculto para la humanidad hasta el día de hoy, en que nos ha sido revelado.
           
          El 1 de abril de 2078 la nave Prometeo inició su viaje interestelar en busca de la quinta dimensión. La finalidad era atravesar el espacio hasta penetrar en un puente Einstein-Rosen que los científicos habían detectado por el que saltar en el tiempo y confirmar o desmentir episodios de nuestra historia sin interferir en ellos. Yo fui la encargada de pilotar una cápsula cuyas reducidas dimensiones no permitían más de un ocupante. El peligro de la misión fue otro de los motivos por los que fui enviada sola; había que minimizar las bajas.
            La noche antes me despedí de mi pareja sin darle demasiados detalles del viaje, pues era alto secreto. Estaba ilusionada con mi cometido, me había preparado concienzudamente y no quería meter la pata. Sin embargo, a veces cometemos pequeños errores involuntarios y las cosas se tuercen irremediablemente.
            El viaje se alargó más de lo previsto. El agujero de gusano parecía desplazarse y tardé meses en alcanzar mi objetivo y cruzarlo. Durante ese tiempo, algo imprevisto se fue fraguando dentro de mí  y me resultó imposible evitarlo por mí misma. A la par, creció el miedo, pues estaba sola y no tenía quien me ayudase cuando llegara el momento. Y llegó.
            Las coordenadas no eran las correctas, ni espaciales ni temporales, pero cuando todo empezó no pude controlar la nave y esta cayó en un descenso vertiginoso hacia la tierra ignota. Ni siquiera el ordenador de a bordo pudo minimizar los daños provocados por un aterrizaje imprevisto, aunque las medidas de seguridad con que contaba me salvaron la vida.
            Mis gritos de dolor desgarraron la noche. No se veía ninguna luz cercana ni a nadie en los alrededores, hasta que un desconocido se inclinó asustado dentro de la cápsula. Al ver mi desesperada situación, me auxilió lo mejor que pudo y logró frenar la hemorragia que se me escurría entre las piernas. De allí salió un bebé.
            Creo que el agotamiento me hizo dormir durante un largo tiempo. Al despertar, el hombre, vestido con una basta túnica oscura, había acomodado al bebé en una improvisada cuna que había confeccionado él mismo con unas maderas que cargaba a lomos de sus bestias y la había colocado en el interior de la dañada nave para aislarlo del frío nocturno. Además, había cubierto el interior de la cápsula con paja y unas telas para hacerla más acogedora y disimular su rareza, presumo. Me hablaba en arameo y yo le contestaba con breves palabras que había aprendido durante mis clases de adiestramiento en idiomas.
            Poco después comenzaron a llegar algunos curiosos quienes, al verme recién parida acunando a un bebé en semejante recinto, se apiadaron de nosotros y nos trajeron alimentos y agua. Unos días después, se recortaron en el horizonte las figuras de tres camellos montados por tres curiosos hombres que se arrodillaron ante nosotros porque, según ellos, habíamos venido de las estrellas tal y como anunciaban los textos antiguos, o algo así creí entender. Tuve miedo de que las personas que nos rodeaban nos tomaran por extraterrestres, alienígenas invasores que veníamos a acabar con la raza humana, pero no fue así. Todos nos trataban con respeto, como si fuésemos especiales y tuviésemos un objetivo marcado en esta vida.
            En ese momento me di cuenta de que había incumplido la principal regla: no debía alterar el pasado; sin pretenderlo lo había hecho y ya no había vuelta atrás.
Para evitar murmuraciones, el hombre que me auxilió, un carpintero muy diestro llamado José, me compró ropas adecuadas, me llama María porque no entiende mi verdadero nombre, y se ha hecho pasar por mi esposo, aunque el niño, de piel pálida, no se parece en nada a él y sí a mi pareja, a quien nunca volveré a ver, pues en esta época no hay piezas para reparar a Prometeo.
Por eso quiero dejar escrito este documento, para que si alguien lo lee en el futuro pueda hacérselo llegar a mi empresa y a mi familia. Fracasé en mi viaje, me es imposible volver, pero espero que mi presencia no altere el devenir de la historia. Al fin y al cabo, solo tuve un niño, y nacen muchos cada día. Lo que me tiene preocupada son las palabras de los tres magos, quienes llamaban a mi pequeño Jesús “el elegido”.
La comandante de vuelo de la nave Prometeo, 079137
© Erminda Pérez Gil
#cuentosdeNavidad



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