viernes, 22 de abril de 2016

En un lugar de Madrid, de cuyo nombre no quiero acordarme, ha cuatrocientos años que moría...

     El viernes 22 de abril de 1616 fallecía Miguel de Cervantes. El escritor más importante de nuestra literatura y creador de la novela moderna murió rodeado por sus compañeros de la Venerable Orden Tercera a la que se había unido a principios de abril al saberse ya próximo a abandonar este mundo.
     Quería que lo enterraran con el hábito franciscano, excentricidades o caprichos de aquellos cuya fe los acompaña hasta el último momento. Su esposa Catalina, con la que mantuvo una peculiar relación matrimonial, también estaba allí en el momento de su deceso.
     El finado fue enterrado al día siguiente (sábado, 23 de abril) en el convento de las Trinitarias Descalzas, ubicado, paradojas de la vida, en la actual calle Lope de Vega. Allí siguen sacando huesos los investigadores en el intento encontrar los de nuestro escritor, que deben estar removiéndose en su tumba al saber a quién han dedicado la calle en la que yace. 
     Aunque su cuerpo feneciera, Cervantes sigue vivo a través de su obra. Sus textos le concedieron la inmortalidad que la carne, finita y mortal, le negó. Eternas son sus palabras, sus personajes y sus ideas, pues se siguen leyendo, admirando y estudiando aun cuatrocientos años después de que su creador dejara de empuñar la pluma. 
     Muy extendida es la creencia de que el día 23 de abril se celebra el Día internacional del libro porque en esa fecha murieron dos sublimes autores: nuestro Cervantes y William Shakespeare. Sin embargo, las casualidades no son tan caprichosas ni se suelen alinear de modo tan favorable los astros, y esta coincidencia es errónea, pues, como acabamos de indicar, Cervantes expiró el 22 de abril y Shakespeare, unos diez días después.




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