martes, 24 de mayo de 2016

"La memoria del agua"

Al bajar del vehículo sintió en su cara la caricia de un suave rayo de sol primaveral, cálido augurio de la llegada del inminente verano. Se remangó la gruesa chaqueta de algodón, que llevaba impuesta por decisión materna para protegerla de la posible brisa atacante, y estiró los brazos para dejarse rozar la piel y sentir el cosquilleo del cambio térmico. Con paso dudoso avanzó hasta el límite de la acera, y desoyendo las palabras de sus mayores, descendió el breve peldaño que la separaba de la playa. Inmediatamente notó la blandura de la arena bajo sus ligeros pies, cómo se hundían suavemente sus zapatillas empujadas por su escaso peso infantil. Se sentó y se quitó el calzado y los calcetines para dejarlos abandonados sin importarle demasiado dónde ni de qué manera. Las plantas de sus pies experimentaron un agradable cosquilleo al entrar en contacto con el ardiente suelo; infinitos gránulos se aplastaban y forcejeaban desde sus talones hasta la punta de sus dedos, que se removían con deleite para hacer que fluyesen con mayor rapidez las pequeñas partículas arenosas.
Era una situación totalmente nueva para ella por lo que miles de sensaciones la sorprendían a cada instante. Vivían bastante alejados de la costa, así que ir a una playa era el mejor regalo que le habían hecho sus padres por su cumpleaños. Ver el mar, sentirlo, tocarlo y olerlo por primera vez era emocionante, por eso una euforia incontrolable la llevaba de la mano desde que habían aparcado y no quería dejarse guiar por nadie, sino disfrutar ella sola de cada momento y de cada nueva impresión.
Avanzó despacio por la arena pese a que el calor acumulado la animaba a correr sobre ella hasta alcanzar un lugar fresco en el que poner a resguardo sus sofocados pies. Prefería disfrutar lentamente de lo que sentía, y también evitar una torpe caída ridícula que podría lastimarla y lanzar al traste tanto tiempo de espera y tanta magia. Se deshizo también de su chaqueta, pues su temperatura corporal había ascendido notablemente y le resultaba más una carga que un abrigo, y siguió andando y sintiendo cómo el sol erizaba el vello de sus delgados brazos.
De repente se detuvo a analizar el ronroneo que llegaba hasta sus oídos, un ligero vaivén que sonaba a música para adormecer. Acompasó su respiración al ritmo de las lentas olas y su corazón se fue desacelerando y adoptando un ritmo más pausado, como si se meciera en una barquita en medio del océano. Caminó entonces muy despacio, al paso impuesto por la marea, hasta que sintió que la arena se enfriaba y se hacía más compacta y dura. Se paró e inspiró con fuerza el olor a sal que inundaba sus fosas nasales, con tanta intensidad como si quisiera guardar para siempre ese aroma en lo más profundo de su nariz aun a costa de no volver a respirar nunca más. Una risa cantarina salió de su boca y empezó a dar ligeros saltitos cuando una ola inesperada lamió sus pies descalzos. El agua fría la sorprendió y la llenó de dicha. ¡El mar, por fin el mar! Su inmensidad azul se dibujaba ante ella mientras el sol emitía destellos de cristal en su superficie y la rozaba con delicadeza con cada ir y venir de su forma acuosa.
      Ella no se daba cuenta porque sus sentidos estaban orientados a otras percepciones más deleitosas, pero sus padres la seguían a corta distancia ojo avizor, muy pendientes de cada uno de sus movimientos y de sus reacciones ante tanta novedad. Se le acercaron muy despacio con el fin de evitar que, sin saber nadar, se adentrase aún  más sola en el agua. “¿Qué, te gusta?”, le preguntó su madre en voz tan baja como un susurro. “¡Es precioso!”, respondió sin dejar de observar el mar ni desdibujar la sonrisa de satisfacción que llenaba su cara. Se quitó las gafas de sol que ocultaban sus ojos y siguió viendo la misma oscuridad con la que vivía desde su nacimiento. Mientras, en su mente contemplaba absorta la enorme extensión líquida que se quedaría grabada así para siempre en el fondo de su corazón.

© Erminda Pérez Gil



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