Al bajar del vehículo sintió en su cara la
caricia de un suave rayo de sol primaveral, cálido augurio de la llegada del
inminente verano. Se remangó la gruesa chaqueta de algodón, que llevaba impuesta
por decisión materna para protegerla de la posible brisa atacante, y estiró los
brazos para dejarse rozar la piel y sentir el cosquilleo del cambio térmico.
Con paso dudoso avanzó hasta el límite de la acera, y desoyendo las palabras de
sus mayores, descendió el breve peldaño que la separaba de la playa.
Inmediatamente notó la blandura de la arena bajo sus ligeros pies, cómo se
hundían suavemente sus zapatillas empujadas por su escaso peso infantil. Se
sentó y se quitó el calzado y los calcetines para dejarlos abandonados sin
importarle demasiado dónde ni de qué manera. Las plantas de sus pies
experimentaron un agradable cosquilleo al entrar en contacto con el ardiente
suelo; infinitos gránulos se aplastaban y forcejeaban desde sus talones hasta
la punta de sus dedos, que se removían con deleite para hacer que fluyesen con
mayor rapidez las pequeñas partículas arenosas.
Era una situación totalmente nueva para
ella por lo que miles de sensaciones la sorprendían a cada instante. Vivían
bastante alejados de la costa, así que ir a una playa era el mejor regalo que
le habían hecho sus padres por su cumpleaños. Ver el mar, sentirlo, tocarlo y
olerlo por primera vez era emocionante, por eso una euforia incontrolable la
llevaba de la mano desde que habían aparcado y no quería dejarse guiar por
nadie, sino disfrutar ella sola de cada momento y de cada nueva impresión.
Avanzó despacio por la arena pese a que el
calor acumulado la animaba a correr sobre ella hasta alcanzar un lugar fresco
en el que poner a resguardo sus sofocados pies. Prefería disfrutar lentamente
de lo que sentía, y también evitar una torpe caída ridícula que podría
lastimarla y lanzar al traste tanto tiempo de espera y tanta magia. Se deshizo
también de su chaqueta, pues su temperatura corporal había ascendido
notablemente y le resultaba más una carga que un abrigo, y siguió andando y sintiendo
cómo el sol erizaba el vello de sus delgados brazos.
De repente se detuvo a analizar el ronroneo que llegaba hasta sus oídos, un ligero vaivén que sonaba a música para adormecer. Acompasó su respiración al ritmo de las lentas olas y su corazón se fue desacelerando y adoptando un ritmo más pausado, como si se meciera en una barquita en medio del océano. Caminó entonces muy despacio, al paso impuesto por la marea, hasta que sintió que la arena se enfriaba y se hacía más compacta y dura. Se paró e inspiró con fuerza el olor a sal que inundaba sus fosas nasales, con tanta intensidad como si quisiera guardar para siempre ese aroma en lo más profundo de su nariz aun a costa de no volver a respirar nunca más. Una risa cantarina salió de su boca y empezó a dar ligeros saltitos cuando una ola inesperada lamió sus pies descalzos. El agua fría la sorprendió y la llenó de dicha. ¡El mar, por fin el mar! Su inmensidad azul se dibujaba ante ella mientras el sol emitía destellos de cristal en su superficie y la rozaba con delicadeza con cada ir y venir de su forma acuosa.
De repente se detuvo a analizar el ronroneo que llegaba hasta sus oídos, un ligero vaivén que sonaba a música para adormecer. Acompasó su respiración al ritmo de las lentas olas y su corazón se fue desacelerando y adoptando un ritmo más pausado, como si se meciera en una barquita en medio del océano. Caminó entonces muy despacio, al paso impuesto por la marea, hasta que sintió que la arena se enfriaba y se hacía más compacta y dura. Se paró e inspiró con fuerza el olor a sal que inundaba sus fosas nasales, con tanta intensidad como si quisiera guardar para siempre ese aroma en lo más profundo de su nariz aun a costa de no volver a respirar nunca más. Una risa cantarina salió de su boca y empezó a dar ligeros saltitos cuando una ola inesperada lamió sus pies descalzos. El agua fría la sorprendió y la llenó de dicha. ¡El mar, por fin el mar! Su inmensidad azul se dibujaba ante ella mientras el sol emitía destellos de cristal en su superficie y la rozaba con delicadeza con cada ir y venir de su forma acuosa.
Ella no se daba cuenta
porque sus sentidos estaban orientados a otras percepciones más deleitosas,
pero sus padres la seguían a corta distancia ojo avizor, muy pendientes de cada
uno de sus movimientos y de sus reacciones ante tanta novedad. Se le acercaron
muy despacio con el fin de evitar que, sin saber nadar, se adentrase aún más sola en el agua. “¿Qué, te gusta?”, le
preguntó su madre en voz tan baja como un susurro. “¡Es precioso!”, respondió
sin dejar de observar el mar ni desdibujar la sonrisa de satisfacción que
llenaba su cara. Se quitó las gafas de sol que ocultaban sus ojos y siguió
viendo la misma oscuridad con la que vivía desde su nacimiento. Mientras, en su
mente contemplaba absorta la enorme extensión líquida que se quedaría grabada
así para siempre en el fondo de su corazón.
© Erminda Pérez Gil
© Erminda Pérez Gil
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