El
sol había declinado ya por el oeste y las primeras estrellas se asomaban
tímidas entre jirones de nubes oscuras. La noche despertaba de su letargo
diurno y se desperezaba dejando caer su manto siniestro sobre la tierra. A lo
lejos se escuchaba el aullido constante de algún perro nostálgico que
requebraba a la Luna. Las calles se habían quedado desiertas con el último
destello de luz y los postigos de las casas habían sido bien asegurados.
Cualquiera que estimara en algo su vida se guardaba bien de merodear en una
noche como ésa, en la que las ánimas vagaban libres por el mundo de los vivos
reclamando el espacio que les había sido arrebatado. En el pasado, sólo algún
incauto se había atrevido a burlarse del miedo y había perecido en las redes de
la locura.
Un sordo silencio se cernía sobre el cementerio que
dormía junto a la antigua iglesia de piedra. Hasta los tejos centenarios
contenían la respiración para no mover sus ramas y delatar su presencia. Si a
esa hora alguien hubiera estado allí, quizá hubiese percibido el rozar de una
losa al deslizarse y el andar pausado de unos pasos ligeros amortiguados por el
césped húmedo. Tal vez, incluso, hubiese divisado el brillo de dos ojos furtivos tras una desgastada lápida mirando curiosos hacia el infinito, y que, al hallar el camino expedito, decidieron
abandonar su improvisado escondite. Sin embargo, justo cuando la punta de un animoso pie se adelantaba, una estridente risa inesperada heló todos sus huesos. ¿Quién
osaba romper el mutismo de la noche?
Temeroso, se volvió a ocultar al escuchar varios gritos
desesperados y nuevas risas en torno al camposanto. Entre la espesa niebla que
lo circundaba, vio aproximarse extraños seres que jamás antes había vislumbrado
por aquellos lares. Surgieron de la nada muertos vivientes con la ropa despedazada,
brujas de altos sombreros, esqueletos rellenos de carne, fantasmas cubiertos por
inmaculadas sábanas, catrinas mejicanas desubicadas, asesinos en serie con
cuchillos de plástico y vampiros de buen color que, en lugar de sangre, chupaban
de una botella. Todos ellos portaban luminosas calabazas con enormes ojos y
amplias bocas que parecían burlarse de quienes las miraban.
¿Qué demonios era eso?, blasfemaba para sí el escondido. Ya se
había acostumbrado a que de vez en cuando surgiera algún don Juan buscando la
estatua de su fallecida doña Inés, pero esta irrupción de insólitos entes lo
tenía pasmado. Abrumado por el número de invasores, decidió aguardar en el mismo sitio para observar qué
sucedía. Así, pudo contemplar cómo estos intrusos tomaron el cementerio, lo recorrieron haciendo estragos en
él entre chillidos y risas con los que dejar constancia de que se habían
adueñado de la noche. Cuando se cansaron de demostrar a gritos su valentía,
marcharon hacia las casas para asustar a los vecinos, quienes, divertidos, les
daban regalos y los invitaban a pasar.
Decepcionado, el muerto salió de detrás de la lápida y
decidió regresar a su tumba. El mundo había cambiado demasiado. Ya nada tenía
sentido si ni siquiera en su pueblo se respetaban las viejas tradiciones.
© Erminda Pérez Gil, 2016
#historiasdemiedo
© Erminda Pérez Gil, 2016
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