“Queridos
Reyes Magos…”. Era la enésima carta que leía escrita con una caligrafía torpe, delatora
de la escasa edad del remitente. En la misiva abundaban tanto las peticiones
como las faltas de ortografía. Atrás había quedado aquella premisa de penalizar
a cada niño con un regalo menos por cada incorrección cometida; en la última década,
algunos se hubiesen quedado sin presentes hasta alcanzar, como mínimo, la
mayoría de edad.
Introdujo
el nombre del solicitante en su base de datos y esta confesó la lista anual de
bondades y maldades del angelito. No estaba tan mal a pesar de todo, aunque el haberle
quemado el rabo al gato de la vecina le restaba, según las normas, la anhelada
consola. No obstante, no sufriría tanto por ello, ya que el año anterior había
recibido otra.
La
máquina vomitó por el conducto de salida los regalos debidamente empaquetados
con el nombre y la dirección del receptor para que, como en épocas precedentes,
no se cometiesen absurdos errores que provocaran el llanto desconsolado de los
pequeños clientes y el consiguiente disgusto de sus progenitores.
Desde
que se había mecanizado el sector, habían desaparecido los pajes reales. ¿Para
qué emplear a tantos ayudantes que exigían contrato, alta en la seguridad
social, vacaciones pagadas y bajas por enfermedad? Las máquinas no precisaban
nada de eso y ni siquiera se quejaban del duro trabajo en la temporada alta.
Sin
embargo, él no pensaba así. Recordaba con una sonrisa aquellos años en que
los niños humildes se regocijaban al recibir de regalo una naranja o un muñeco
de trapo, en los que un caramelo era una joya y la gente miraba el cielo con
ilusión escrutando la brillante estrella que los anunciaba.
Con
el tiempo, la situación económica mejoró y con ella las expectativas. Los niños
dejaron de pedir y empezaron a exigir; los padres consentían los mil y un
caprichos de sus pequeños, que, colmados de todo, no valoraban nada. Las
cabalgatas de Reyes se volvieron fastuosas y se llenaron de seres de todo
pelaje que lanzaban caramelos a miles, hasta que estos fueron censurados por las
ordenanzas municipales.
Empezaron
a surgir las quejas por doquier: que si el reparto era lento e ineficiente, que
si en las sagradas escrituras no se especificaba que los Reyes fuesen tres, que
si lo de desplazarse en camello era falso, que si era racista que hubiese dos
blancos y un solo negro, que no cumplían las normas de paridad entre hombres y
mujeres…
La
gente se volvió ingrata con quienes tanta magia habían repartido durante
siglos.
El
primero en claudicar fue Melchor, que se acogió sin dudarlo a un ERE que le
reportaba una jugosa pensión. Baltasar siguió sus pasos harto de ser suplantado
por quienes teñían su cara y hablaban con el acento de los esclavos de “Lo que
el viento se llevó”. Solo quedaba Gaspar, cuyo entusiasmo expiraba lentamente.
Levantó la cabeza, miró la pantalla y una idea cruzó su mente: ¿Qué pasaría si él
también abandonase su trabajo hoy, 5 de enero?
Y
el mundo quedó en suspenso.
© Erminda Pérez Gil
#CuentosdeNavidad
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