—Estaba pensando en el primer
viaje que hicimos. Fue a la isla en la que vivían los abuelos. No quisiste ir
en avión porque Lisi era muy pequeña y te preocupaba la presión y la altitud,
así que fuimos en ferry. Estuvimos no sé cuántas horas en aquella cáscara de
nuez que se balanceaba con el oleaje. Me sentía tan entusiasmado en el barco
que quise recorrerlo todo. Papá me llevó por las distintas salas, salimos a la
cubierta y dejamos que el mar nos salpicara la cara. El barco olía a sal, a
combustible, a vómito, pero me agradaba igual. Me deslicé en los columpios de la
zona infantil y jugué a la oca con otros niños, pero ninguno quiso usar el
ajedrez conmigo, así que tú sacaste el pequeño de imanes que siempre llevabas
en tu bolso y me enseñaste nuevos movimientos. Yo aprendía rápido, aunque aún
no lograba ganarte.
»Al anochecer fuimos a cenar al restaurante, que estaba
en la proa del barco, desde cuyos ventanales se veía el horizonte al que nos
dirigíamos. Me dejaste comer una hamburguesa y un refresco porque nuestro viaje
era algo especial. Le hice carantoñas a mi hermana para que se riera y cuando
me apretó el índice con sus dedos diminutos me prometí que siempre la
protegería.
»Tras tantas emociones, el sueño me atrapó muy pronto. Me
acurrucaste a tu lado mientras sostenías a Lisi en los brazos y nos cantaste una
canción, no sé cuál. Lo último que recuerdo es el beso que imprimiste en mi
frente antes de que me quedase completamente dormido.
»A la mañana siguiente el barco arribó a puerto. Me
despertaste con un dulce arrullo y me llevaste al baño para que hiciera pis y
me lavase la cara. Los cuatro descendimos por la escalerilla y los abuelos nos
recibieron con mucha alegría. ¿Te acuerdas, ma? Eh, ¿te acuerdas?».
—¿Y usted quién es, señor? —contesta mi madre con voz
quebrada tras un largo silencio que nos separa.
Mi esperanza se deshace en el aire. No me reconoce desde
hace meses, pero yo sigo intentando extraer desde el fondo de su memoria las
mejores imágenes de nuestra vida juntos. Me resisto a aceptar que, aunque ella
esté aquí, su cerebro la ha trasladado a otro tiempo, a otro mundo en el que nosotros
no contamos.
—Arrorró, mi niño chico. —canta mamá con una voz casi inaudible.
—¿Qué?
—pregunto sin comprender acercándome más a ella.
Levanta
la cabeza, me mira a los ojos y mientras me acaricia la mano responde:
—
A mi hijo le gusta que le cante el «Arrorró» cuando tiene sueño.
Empieza a musitar la vieja tonada. Una chispa de alegría se enciende dentro de mí y vuelvo a escuchar el eco de su voz.
© Erminda Pérez Gil
#Historiasdeviajes
No hay comentarios:
Publicar un comentario