Se llamaba doña Julia y creo que todos estábamos un poco enamorados de ella. Era bajita, morena y llevaba siempre el pelo recogido a un lado con un pasador. Tenía una paciencia infinita, nunca se enfadaba y nos hablaba con una voz tan dulce como un arrullo.
Con
ella aprendimos a empuñar el lápiz y dibujamos los primeros palotes. Nos enseñó
las vocales y las consonantes con juegos y canciones y de su mano aprendimos a
leer, escribir y las primeras cuentas matemáticas. Nunca nadie nos enseñó con
tanta dedicación ni nos brindó tanto amor como ella, que nos traía caramelos de
colores brillantes para premiar nuestra labor.
En
los cursos superiores, los maestros se mostraban más distantes y altivos y, tal
vez, nosotros también. Doña Julia quedó diluida en un lejano recuerdo de la
infancia que nos hacía sentir muy niños. Quizá por eso, cuando me la encontré
una década después y ella me saludó cariñosa, no supe corresponder a su afecto
y me hice el desentendido. Ella se disculpó triste y yo me marché henchido de
estúpido orgullo juvenil.
La
vida da muchas vueltas y me he encontrado de nuevo con doña Julia. Su pelo
negro ahora es gris, pero lo sigue recogiendo con un pasador. Su cara sigue
siendo dulce, aunque su mirada vaga por el infinito. Ahora soy yo quien la
ayuda a coger el lápiz y a dibujar palotes. Recordamos el abecedario letra a
letra y le canto las canciones que me enseñó. Ella a veces recuerda, se ríe y
canta a media voz.
La
miro y la llamo por su nombre. Le digo el mío y empieza a rebuscar perdida en
los baúles del pasado. Cuando no me encuentra siento que me escuece el corazón.
Pero cuando lo hace me sonríe y soy feliz porque mi maestra ha reconocido al
niño enamorado que fui.
#Mimejormaestro
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