Barcelona es una cuidad legendaria. Desde su fundación hace unos 4.000 años, son incontables las historias que ha inspirado o los personajes que han nacido entre sus paredes. Desde los primeros íberos que la habitaron hasta hoy, siempre ha habido quienes han modelado con palabras razones para amar la Ciudad Condal.
La música, el cine y la literatura se han adueñado de su historia, su arquitectura, su sincretismo cultural, su pasión por el arte y su tradicional apertura a las libertades para crear una Barcelona de ficción dentro de la real y convertirla así en leyenda.
Las plumas de muchos escritores han vertido su tinta sobre una ciudad hermosa que causa admiración y deja huella en el pensamiento. Grandes poetas le han rendido culto a través de sus textos: Jacinto Verdaguer, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Pere Gimferrer, Antonio Machado, Lorca..., entre tantos otros (culpen a mi ignorancia de las ausencias imperdonables).
En narrativa, Barcelona ha sido escenario de tramas de todo tipo y subgénero: novela romántica, de aventuras, de misterio, de acción... Breves o largos relatos se desarrollan en ese espacio urbano que se abre al Mediterráneo y con él, al mundo. Incluso nuestro don Quijote hizo de las suyas en Barcelona. En la segunda parte de la obra, publicada en 1615, Cervantes orienta los pasos de su personaje hacia esta ciudad, donde es derrotado en la playa por el caballero de la Blanca Luna, hecho que lo hace retornar a su ignoto lugar de La Mancha.
En el último siglo han proliferado los novelistas que sitúan sus historias en este espacio. Entre la miríada de ellas podríamos destacar: Nada (1944), de Carmen Laforet; La plaza del diamante (1962), de Mercé Rodoreda; Últimas tardes con Teresa (1966), de Juan Marsé; La ciudad de los prodigios (1986), de Eduardo Mendoza (además de otras obras del autor); la saga de Pepe Carvalho de Manuel Vázquez Montalván; La catedral del mar (2006), de Ildefonso Falcones; algunas novelas de Víctor del Árbol o la conocida saga de La sombra del Viento de Carlos Ruiz Zafón.
Quienes visitan la urbe no solo buscan admirar los monumentos que describen las guías de viajes; también anhelan recorrer las calles por las que transitaron los personajes que conocen, localizar las casas por las que estos pasaron, comer en sus bares o restaurantes favoritos, acompañarlos en los parques o plazas, ir con ellos hasta el puerto y levantar la vista hacia la estatua de Colón, ascender hasta el Tibidabo o Montjuic, adentrarse en el barrio gótico o en las Ramblas, escuchar sus ruidos, aspirar aromas descritos y disfrutar de una ciudad en la que han vivido múltiples aventuras sin haberla pisado y a la que adoraban sin haberla visto.
En las novelas los sucesos que se desarrollan son verosímiles, pero ficticios. El lector sabe que, por mucho que los acontecimientos sean dramáticos, no se escapan de las páginas del libro y la ciudad queda intacta. Esa es la magia de la ficción, todo sucede con visos de verdad, pero nada duele, nada golpea, nada mata. Sin embargo, en ocasiones la realidad da un zarpazo y nos despierta del letargo en el que nos hallamos sumidos. Y por mucho que intentemos pasar página o cerrar ese episodio, la huella no se puede eliminar ni se puede restablecer la situación de un minuto antes, puesto que en ese contexto no hay goma de borrar.
No obstante, a pesar de todo y de todos, Barcelona siempre existirá.
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