Sé
que se aproximan. Siento los cascos de sus caballos removiendo el polvo y las
pisadas inseguras de los que van a pie. Me alcanza el rumor de sus pertrechos,
las toses ahogadas y el temblor de las mandíbulas de quienes auguran el peligro.
Huele a miedo y a sudor, a valentía perdida y a urea, a pólvora y a sangre por
derramar. Los uniformes han perdido su lustre y se preparan para matar o morir.
No
muy lejos aguardan otros colores que contienen la respiración. Miran hacia el
cielo buscando cobijo al sentirse inseguros a ras de tierra. Se aferran a sus
armas mientras escudriñan estáticos el horizonte más próximo. Sus oídos alertan;
suenan los pífanos.
Las
banderas ondean reclamando espacio y poder. Han cruzado un océano para vengar
ofensas pasadas, para humillar y doblegar al otro, para ganar un espacio que ni
es suyo ni de nadie.
Resuenan
los gritos de embestida en diversas lenguas; los de dolor se oyen en el mismo
idioma, el de la muerte. Colonos, españoles, franceses, británicos, indios se enfrentan
para dejar sembrada la tierra de cuerpos exánimes, de valor y de vísceras.
Las
batallas se suceden en un tira y afloja que los hace avanzar y retroceder hasta
que alguno, agotado, dice basta. Entonces los vencedores celebran el triunfo de
la libertad y los vencidos se alejan con sus estandartes ajados del cementerio
que ambos han sembrado.
Mientras
tanto yo sigo aquí, absorbiendo en mis entrañas la sangre vertida, la misma que
ha teñido las aguas del Misisipi y de otros ríos; alimentándome de los que yacen enterrados en mi seno y de las cenizas de lo que hubo y ardió.
Da
igual que me haya resistido con lluvias y huracanes, que haya intentado repeler
la desgracia con vientos y fuertes marejadas. Los hombres nunca entenderán que
yo, la Tierra, no pertenezco a nadie porque soy enteramente de todos, sin fronteras ni banderas.
© Erminda Pérez Gil
#Bajodosbanderas
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