La
oscuridad lo absorbía todo. La luna había sido amordazada por espesas nubes que
sumían el bosque en siniestras tinieblas inescrutables. A su alrededor, sus dilatadas
pupilas solo podían distinguir extrañas siluetas deformadas por el intenso pánico
que lo atenazaba. Cada ruido, cada sonido que penetraba en sus oídos lo
estremecía, pues era presagio de inmediata desgracia. Con el ulular del viento
entre las ramas percibía amenazadores monstruos que ansiaban capturarlo y
desgarrarlo en mil diminutos pedazos. Una lechuza enorme batió sus alas en las
proximidades y le arrancó un ligero gemido que a punto estuvo de delatar su
frágil situación. Husmeó el aire y se colaron en sus fosas nasales aromas
conocidos a tierra húmeda y plantas, y otros que nunca había percibido. Por
encima de todos ellos dominaba el acre olor del miedo.
Pequeño,
solo, asustado y helado se hallaba en ese diminuto escondrijo en el que había
logrado refugiarse después de un extenuante vagar sin rumbo por entre la
espesura desconocida. Se había perdido. Era un hecho que pudo constatar cuando,
tras la caída del sol, no supo retomar sus pasos. Había intentado reorientarse,
pero no había estado atento a lo que lo rodeaba mientras avanzaba, por lo que a cada paso se extravió más.
De
vez en cuando escuchaba amenazadores aullidos lejanos y gritos de voces
extrañas que era incapaz de distinguir. Se acurrucaba cuanto podía sobre sí
mismo con la esperanza de volverse invisible a los terribles seres nocturnos
que devoraban a los pequeños incautos que, como él, cometían la torpeza de
perderse. Intentaba llenar su mente con agradables recuerdos que lo distrajeran
y le proporcionaran el calor que necesitaba, pero éstos eran desplazados por
sus mayores temores.
A
una hora indeterminada de la eterna noche sus exhaustos párpados cayeron para cernirlo en la misma negrura en la que permanecía despierto. El mundo se
cerró para él.
Las adormiladas luces del
nuevo amanecer surgieron lentamente desde el este. Aún sumido en el sopor del
sueño, sintió que algo húmedo le rozaba la cara. Abrió sus enormes ojos con
espanto y descubrió que ante sí se hallaba su salvación. Su madre, una peluda
perra pastora, había logrado rescatarlo de la soledad y devolverlo a la vida.
© Erminda Pérez Gil, 2016
© Erminda Pérez Gil, 2016
Hoy ha sido un día lleno de buenas cosas: he conocido a la autora, he hablado con ella durante una hora de literatura, de lo humano, de lo divino y ¿por qué no? de lo cotidiano. He terminado de leer El pasado siempre vuelve, con agrado y sorpresa. Mañana lo volveré a leer y lo depositaré después en mi anaquel de cosas más entrañables, atesorando con él este día.
ResponderEliminarGracias, Erminda. Sigue escribiendo.
Fue un verdadero descubrimiento conocerte, Miguel, y poder escucharte es un placer. Gracias por leerme y releerme.
EliminarYo me estoy deleitando con tu novela "Los amores perdidos".
Hola Erminda fantástico tu relato atrapa uuff ese toque gótico en tus letras muy buenas , un beso amiga desde mi brillo del mar
ResponderEliminar¡Gracias, Beatriz! Me alegro de que te haya gustado. Besos.
EliminarMe encanta el relato, precioso. Y la fotografía, se parece mucho a una que hice yo en uno de mis bosques. Seguiré leyéndote.
ResponderEliminar¡Gracias, Carlos! Resulta satisfactorio saber que lo que escribo gusta. La foto la saqué de Pixabay.
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